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El colegiado docente en la formación de profesores
The teacher collegiate in teacher training
IE Revista de investigación educativa de la REDIECH, vol. 7, núm. 13, pp. 34-46, 2016
Red de Investigadores Educativos Chihuahua, A.C.

Artículos


Recepción: 07 Diciembre 2016

Aprobación: 01 Febrero 2017

Resumen: En este artículo se analiza la función del colegiado docente en el proceso formativo de profesores de educación básica. Un primer elemento que se destaca para aquilatar dicha función es el proceso de construcción de significados y símbolos en el interior de la comunidad normalista en su tradición cultural. El texto expone cómo, desde esa tradición, el colegiado docente de las normales hesita entre las exigencias académicas actuales y los símbolos, identidades y formas de trabajo consideradas como propias del normalismo. Mediante el análisis de algunas condiciones académico-administrativas de la Escuela Normal Urbana Profesor Domingo Carballo Félix, y de la información registrada en entrevistas a los estudiantes de la misma, se concluye que es indispensable redefinir el trabajo académico, así como poner al día la identidad de los maestros formadores. Estos necesitan constituirse como académicos de educación superior y ampliar su trabajo hacia la investigación, la difusión y la tutoría.

Palabras clave: formación docente, colegiado docente, símbolos, cultura normalista.

Abstract: This article analyzes the role of the collegiate teacher in the training process of teachers of basic education. A first element that stands out in order to assess this function is the process of constructing of meanings and symbols within the normal-school community, in its cultural tradition. The text exposes how, from that tradition, the collegiate teacher of the normal-school hesitates between the current academic demands and the symbols, identities and forms of work considered as typical of normalism. By means of the analysis of some academic-administrative conditions of the Normal Urban School Professor Domingo Carballo Felix, and of the information recorded in interviews with the students of the same, it is concluded that it is indispensable to redefine the academic work, as well as update the identity of the teacher trainers. These need to become academics of higher education and expand their work towards research, diffusion and mentoring.

Key words: teacher training, collegiate teacher, symbols, normal-school culture.

Introducción

Este artículo explora algunos aspectos de la teoría y práctica en la formación de profesores de educación primaria. Su propósito esencial es el análisis crítico de una realidad donde la riqueza de significados parece que no se ha indagado a fondo. Llegar a encontrar los símbolos ocultos a partir de lo manifiesto no es cosa fácil, puesto que como profesor se es parte del mismo contexto y la autocrítica no es común en el hacer del formador. Además, ¿cómo cambiar lo que se observa en una cultura, aquello tan evidente, pero que a la vez se niega como constitutivo de esa realidad cultural? Ese es un dilema mayor cuando se quiere actuar en el espacio de una realidad mitificada, como es la escuela normal.

Sin embargo, este trabajo de investigación que se realiza en la escuela formadora de docentes es el resultado de un proyecto más amplio denominado “El trabajo académico en la construcción de saberes: entre el hacer y el discurso en la formación de profesores”. En el artículo que aquí presentamos se tematiza acerca de los saberes y las prácticas que inciden en la formación de profesores y se reflexiona sobre ciertas ideas en torno a la influencia que ejercen los maestros formadores en la construcción de la identidad normalista de los estudiantes que serán los nuevos profesores de educación primaria.

Una pieza importante de la escuela es el colegiado docente como planta de formadores y no solo como grupo que se reúne para “dialogar” sobre asuntos académicos. La organización del colegiado docente a través de presencias y actividades inscritas en un lugar y horario singulares (mediante las interacciones de sus participantes, cuyos efectos inmediatos se traducen en acuerdos y/o desacuerdos, intereses, compromisos y acciones), la dinámica específica y el juego de valores que se asume en el interior de ese colectivo convierten el trabajo docente colegiado en un espacio de sociabilidad donde confluyen tantas culturas como docentes hay. En ese espacio colectivo se dan significados latentes que se han ido descubriendo vía la interpretación y desde una mirada crítica. De allí que el modelo teórico del marco interpretativo se ubique en la investigación cualitativa.

En esta lógica, la frase metodología cualitativa se refiere, en su más amplio sentido, a la investigación que produce datos descriptivos, las propias palabras de las personas, habladas o escritas y la conducta observable. Como lo señala Rist (1977), “la metodología cualitativa, a semejanza de la metodología cuantitativa, consiste en más que un conjunto de técnicas para recoger datos. Es un modo de encarar el mundo empírico” (cit. en Taylor, 1994, pp. 19-20).

Por ello se ha tomado como referente el trabajo colegiado, espacio académico desde donde se han levantado registros de observación, tales como evidencias del discurso, de las acciones y actitudes de profesores, en una realidad que se vive en la cotidianidad, más comúnmente en la reproducción de rituales didácticos que en verdad proyectan unos rituales sociales, de los que se alimentan y a los cuales, a la vez, realimentan. Desde esa dinámica retroactiva, los rituales proyectados en el interior del colectivo docente son un reto para el análisis y la interpretación.

Para Erickson (1989, p. 199), la investigación de campo interpretativa exige un especial cuidado y una permanente reflexión para advertir y describir los acontecimientos cotidianos en el escenario de trabajo; asimismo, destaca la necesidad de aplicar una gran dosis de agudeza intelectual al tratar de identificar el significado de las acciones que configuran esos acontecimientos desde los diversos puntos de vista de los propios actores.

Ciertamente, al ser de corte interpretativo, la subjetividad se manifiesta en el redescubrimiento de la cultura académica, de una realidad que aun cuando parece no cambiar, se observa en movimiento, en interacción. Así, las interpretaciones pueden tener una postura y estar cruzadas por referentes teóricos y empíricos de los investigadores, pero se intenta tomar distancia y tratar de entenderlos con la mayor objetividad posible, sin contaminarlos.

Por otra parte, los estudiantes (futuros profesores) juegan un papel fundamental en la percepción que se tiene de la formación docente. En esta parte del trabajo se da mayor peso al discurso de los alumnos; se realizaron entrevistas a quienes cursan el tercero, el quinto y el séptimo semestres de la Licenciatura en Educación Primaria; de igual forma, se está dando seguimiento a la investigación mediante la aplicación de cuestionarios con preguntas abiertas y se levantan registros de observación para triangular la información y ampliarla en lo relativo a las percepciones que se tienen del trabajo del colegiado de maestros.

Estudios sobre el colegiado docente

En nuestro trabajo de indagación ha sido indispensable partir de ciertos referentes desde los cuales construir nuestras explicaciones y planteamientos sobre el hacer académico y el colegiado docente, una realidad que aparentemente –y solo aparentemente– se conoce; una realidad construida por otros y que se va convirtiendo en un acumulado cultural. Aunque se piense que todos la perciben igual, como es el caso de la cultura normalista, hay diferentes visiones, dependiendo del sujeto investigador.

Algunas investigaciones (Espinoza, 2008) definen el trabajo colegiado como el medio fundamental para conformar un equipo capaz de dialogar y concertar, de compartir conocimientos, experiencias y problemas en torno a asuntos y metas de interés común (SEP, 1998). Para Espinoza, es necesario tratar la importancia que tiene el trabajo colegiado en las escuelas normales, visualizarlo en relación con los planes de estudio, específicamente en las licenciaturas de preescolar y primaria de 1997 y 1999, respectivamente. Dicho trabajo fue muy revisado en las escuelas normales del país, puesto que, según la autora, el éxito de estos planes de estudio fue gracias al quehacer de equipos capaces de dialogar y concertar un trabajo común.

En otra investigación de corte cualitativo, Romero y Ramírez (2006) dan a conocer los resultados de un estudio sobre el trabajo colegiado en una escuela normal de Sonora. Durante 2005, las autoras entrevistaron a docentes de las diversas academias y se enfocaron en cuatro dimensiones: personal, institucional, didáctica y social. No obstante, la investigación se centra en las llamadas reuniones de academia regional –de grado y de acercamiento a las prácticas docentes– que fueron una derivación del Plan de Estudios 1997. Otra indagación (Barraza y Guzmán, 2012, p. 1) explica que al revisar los documentos normativos es posible apreciar una diversidad de cualidades atribuidas al trabajo colegiado, lo que genera no solo altas expectativas alrededor de este, sino también varias interrogantes; por ejemplo: ¿cómo se está entendiendo el trabajo colegiado?, ¿qué elementos lo conforman?, ¿cuándo se puede afirmar que en la escuela existe un trabajo colegiado?, ¿son incorporadas en las prácticas docentes y en las institucionales las propuestas que se derivan de este tipo de trabajo?, ¿hasta dónde el colectivo docente está de acuerdo con participar en el colegiado?

Los autores Barraza y Guzmán se apoyan en el supuesto de que el trabajo colegiado, como espacio en construcción dentro de las escuelas normales, ha impactado de manera favorable en la práctica docente y en la gestión escolar.

En un estudio procedente de Guadalajara (Martínez et ál., 2005), los autores emplean la investigación-acción para indagar sobre la actividad colaborativa desarrollada por el colegiado en aras de alcanzar la mejora continua de las acciones pedagógicas; es decir, mejorar la práctica docente desde el juicio profesional, asumir la responsabilidad y lograr el empoderamiento de la situación como agentes innovadores del hacer en la formación de profesores.

Por otro lado, a raíz de la reforma en educación media superior se han realizado acciones que consideran el desempeño académico y la profesionalización docente más allá del trabajo del aula y otras actividades cotidianas de la escuela, para incluir también el trabajo colegiado, ya que este se constituye “en una estrategia de consulta, reflexión, análisis y concertación entre los profesores de la institución educativa” (SEP, 2004, p. 1). En los propios documentos normativos de la SEP (2004) se proyecta el trabajo colegiado como condición indispensable para llevar a cabo “el Programa de Desarrollo y Plan de Trabajo Institucional, con el quehacer educativo centrado en el estudiante” y dirigido a impulsar actividades académicas en una disciplina o campo de conocimiento (SEP, 2004, p. 1).

Desde esta visión, la actividad académica de los docentes no puede reducirse a impartir clase, menos en el nivel de educación superior al cual pertenecen las escuelas normales. Sin embargo, la influencia de la cultura tradicional del normalismo parece mantener la imagen del ejercicio docente como esencia de la formación en la normal.

En tal perspectiva, reflexionar, analizar los acontecimientos de una institución tan endogámica como es la escuela normal, significa trastocar las certezas que han mantenido viva su imagen como escuela, así, con mayúscula de nombre propio. Pese a esto, la razón crítica derrumba los mitos, incomoda la continuidad cultural. De ahí el enfoque que hemos asumido. Porque es necesario entender la escuela con otra visión, porque la lente con que se le mira se ha detenido en una historia mitificada. Mediante esta mitificación, al interior del espacio institucional los formadores perpetúan la cultura tradicional del normalismo y, no obstante, en un giro que no es dialéctico sino ficcional, al promoverse ciertos cambios desde el contexto sociopolítico, posiblemente se declaren aceptados y asumidos esos cambios. Discurso y simulacro. Se trata de un cambiar para no cambiar: la simulación y las apariencias esconden la realidad institucional.

Algunos hallazgos del proceso de Investigación

Berger y Luckmann (2003) plantean que la realidad se construye socialmente “como una cualidad propia de los fenómenos que reconocemos como independientes de nuestra propia volición (no podemos ‘hacerlos desaparecer’)”. Además, la vida cotidiana se presenta como una realidad interpretada por los hombres, para quienes tiene el significado subjetivo de un mundo coherente (Berger y Luckmann, 2003, p. 36).

Se puede decir que la formación que reciben los alumnos está constituida por una realidad institucional que, a su vez, es influida por diversas realidades determinadas por las conciencias de los formadores existentes. Por ello, en una institución de educación superior, como es la escuela normal, se entretejen acciones objetivas definidas por la cultura, por lo que se vuelven simbólicas, figuras de pensamiento que se van insertando en historias, en las trayectorias de profesores y alumnos. En esta visión, “una acción es social desde el momento en que las personas que intervienen en la interacción orientan recíprocamente sus acciones, de ahí que la intersubjetividad simbólica sea un elemento básico de la acción social” (Mèlich, 1994, pp. 85-86). Las relaciones entre los seres humanos conforman ciertos encuentros de uno y unos con el otro o los otros, que en la realidad de la vida cotidiana se observan como interacciones; estas establecen los encuentros y ayudan a construir la identidad de los sujetos. En la escuela normal –lugar de formación de docentes–, las interacciones en la academia cobran tal relevancia que los agentes intervinientes en ella, si no interaccionan, no pueden lograr los propósitos educativos; por ello se dice que es una “institución formativa” –sobre valores docentes–, en su acepción ética y de la tradición docente. Sin embargo, esta idea parece ilusoria, pues no se da en una actividad común.

En la escuela, la importancia que cobra la docencia en el colectivo de maestros está por encima de cualquier otra actividad de tipo académico, pero en el trabajo áulico, en la práctica de los profesores, también se observan ciertos actos sobre cuyos roles no hay claridad. Por ejemplo, cuando los formadores se acercan, fuera de clases, a sus estudiantes, inmediatamente son etiquetados como alumneros, barcos, profe del tipo indolente, etcétera. Por otro lado, hay docentes que estiman necesario desligarse de cualquier tipo de relación y son categorizados como profesores duros, autoritarios, carentes de sensibilidad, etcétera. En el colectivo escolar se forman tipificaciones docentes, ciertos mitos que se originan en la realidad de la trayectoria personal y profesional de los enseñantes. Tales mitos se comunican de generación en generación como “imágenes reales tipificadas”.

Un alumno comenta: “Solo observo a tres o cuatro maestros que de verdad tienen una formación (de los que me han dado clases). Los demás solo vienen a ‘impartir’ clases e imponer tareas y no se aprende realmente de ellos [...] darles una verdadera capacitación, no solo una capacitación ficticia o leve, o en un caso extremo, contratar a gente que de verdad enseñe o tenga verdadero conocimiento de la asignatura”.

Es común que algunos formadores se despojen de la responsabilidad de los comentarios poco favorecedores de los estudiantes, pero estos parecen tener claro con qué docentes formadores se cuenta y quiénes son cada uno, cómo aportan o no a la formación. Además, si en las escuelas normales se produjeran espacios de capacitación dirigidos al colegiado, seguramente podrían mejorarse las expectativas de los estudiantes, pero desde la SEP federal se han limitado los encuentros, los talleres y los cursos; el colectivo docente se actualiza con lo que tiene a mano, o en el mejor de los casos con la autocapacitación, siendo esta la más recurrida por los formadores, quienes buscan desde sus propias condiciones los recursos, medios y materiales necesarios para hacerlo. En este marco de falta de oportunidades para el desarrollo profesional docente, y en una legítima postura, se podría entender por qué el docente se aísla y difícilmente participa en experiencias de trabajo colegiado.

Se puede comprender, entonces, la lógica que ocasionalmente expresa el coordinador de licenciatura: “A este grupo no le ha ido muy bien con los maestros, no le han tocado buenos...”. Sin embargo, somos “lo que hay”, y es lo que comúnmente ofrecen las escuelas normales a los estudiantes.

Otro importante obstáculo ha sido la balcanización de las escuelas normales, lo cual ha sido capitalizado por las autoridades educativas para desentenderse de ellas, que paulatinamente son abandonadas. La mejora de la calidad formativa se aleja y en su lugar se han establecido programas cuyo primordial objetivo es la transformación de la vida institucional, tanto administrativa como financieramente, así como la capacidad y competitividad académica y de infraestructura. En dichos programas, el eje articulador es la repartición de los recursos para el logro de las metas. Programas como los perfiles Prodep y Cuerpos Académicos forman parte de esa estrategia. Empero, la escasa visión y nula pertinencia han hecho que, en múltiples casos, se retiren incluso tales apoyos. Esto aumenta el desinterés de los maestros formadores, a quienes poco o nada importa reculturizar el trabajo académico de las instituciones encargadas, paradójicamente, de formar a los nuevos docentes.

Cabe mencionar que actualmente, la gestión se ha convertido en la asignación de recursos para docentes, y estos han acogido la iniciativa como una oportunidad para su desarrollo profesional. No obstante, sin un proyecto institucional que responda a necesidades de formación, dicha medida no impactará en la calidad educativa que reciben los estudiantes. Por el contrario, el formador de docentes ha iniciado una carrera para elevar su estatus, sin que esto tenga una relación con los principios y propósitos fundamentales de la formación inicial.

En esa lógica, se recrudecen ciertas formas de desempeñar las tareas diarias. El autoritarismo de algunos formadores es un ejemplo de ello; se manifiestan roles de poder, y tal vez se vislumbra con más fuerza en los directivos; se da la imagen de cómo se tiene el control del hacer diario, pero ese “deber ser” en el que se escudan impacta contra la realidad, y las relaciones de comunicación otorgan el significado a los estudiantes. Se produce un choque en ambas posturas y sin duda eso causa conflictos en la formación de los futuros maestros. Un alumno normalista dice: “No somos libres de pensar ni de actuar. No tenemos voz ni voto. Como la directora nos dice... ‘manténgase dentro del aula de clases y no opinen del trabajo laboral de la institución’. Cada que intentamos hablar intentan callarnos. Tienen miedo a que su desorganización sea expuesta ante toda la escuela. Deberían tomar en cuenta nuestras ideas y opiniones, no solo se debe hacer lo que los directivos mandan”.

Otro estudiante exclama: “En una ocasión, el profesor F”, se omiten nombres de involucrados en la investigación, “vino al salón y dijo que nosotros no teníamos voz ni voto; él se encontraba como directivo. Considero a la escuela como una buena institución que aporta mucho a mi formación docente; sin embargo es triste ver que actualmente los directivos no tienen el valor de apoyar a sus estudiantes, y ¿de qué sirve llegar a ser una institución sobresaliente si los que están al frente no le ponen un poco de amor a esto...? Se está perdiendo lo que se había logrado..., desafortunadamente”. En las ideas de los alumnos se muestra el descontento por la gestión institucional; como estudiantes y parte de la escuela se sienten borrados, eliminados del contrato pedagógico institucional; es decir, los acuerdos y expectativas que pudieran establecerse entre ellos, los docentes y las autoridades, no se dan, porque la cultura escolar está cargada de autoritarismo. De ese modo, el lugar, posiblemente, se convierte en un “no lugar” (Augé, 1993) y el desánimo, la indiferencia por lo que ocurre en la escuela también se apodera de los estudiantes; la llamada identidad normalista disminuye en lugar de aumentar y consolidarse de un semestre a otro.

Las preguntas inmediatas a responder aquí son estas: ¿cuál es el impacto en la calidad de la formación inicial?, ¿por qué los docentes formadores han adoptado una cultura inclinada a su desarrollo profesional, sin considerar el principio fundamental de su función docente?, ¿cómo atender las necesidades reales de la formación?, ¿cuál es el estilo de gestión que permitiría participar a todos los integrantes en los procesos de mejora?

Tales preguntas congregan y actualizan las principales observaciones de los estudiantes normalistas, quienes han advertido cómo los roles que los maestros formadores deberían cumplir y desarrollar se contraponen con su desempeño cotidiano. Se produce, así, una contradicción entre “lo que se dice y lo que se hace”. Por otra parte, también han observado cómo el discurso sobre prácticas docentes innovadoras, sostenido por algunos profesionales reflexivos, se ve contradicho en las actividades cotidianas que aquellos realizan en el aula, las cuales de reducen a leer y discutir los textos leídos, lo que hace de su discurso innovador mero verbalismo. Desde la óptica de un estudiante entrevistado, el ideal de maestro formador reúne una visión amplia de la relevancia de su disciplina y audacia para explorar formas nuevas de enseñanza: “Mi ideal de formador es un maestro que su intención vaya más allá de cumplir con un programa, que cree un ambiente de confianza, que no sea tradicionalista y busque hacer las cosas diferentes (no siempre)”.

En tal sentido, vale señalar lo difícil que resulta cambiar la cultura del trabajo docente y, más aún, que los profesores asuman una actitud crítica. Dicha dificultad procede, también, de la tradición cultural normalista, desde la cual el profesor simboliza la máxima autoridad y la suficiencia suprema en el aula y frente a sus alumnos. Entonces, como figura incuestionable dimanada de esa simbología, no posee la capacidad de autocrítica que le permitiría analizar su propio trabajo de enseñante; tampoco la amplitud de miras para dejar de considerar su labor como un acto bien intencionado y en correspondencia solamente con las demandas de los programas de estudio y de los estudiantes; difícilmente construirá una visión diferente del serprofesor. Y lo que es más, difícilmente transmitirá a sus alumnos (los futuros profesores) una imagen y un valor distintos de ese ser profesor. Sobre esta reproducción, Mercado Cruz (2007, p. 161) abunda:

“[...] la cultura escolar y con ella los símbolos, los ritos, los valores, las creencias y las actitudes que promueve y reproduce, se adquieren e interiorizan a través de procesos diversos, en los que las estrategias institucionales se mezclan con las tácticas que los estudiantes construyen para darle sentido a su formación, tácticas que, como sostiene de Certeau, no son más que ‘la defensa del débil’.”

Esas estrategias institucionales se desarrollan a través de acciones que promueven el mantenimiento del normalismo como ethos del lugar donde se reproduce una cultura que, como bien lo ha expresado Covarrubias (2007), en lugar de desaparecer se ha transformado en educación superior. Y es tan defendida la postura y la identidad normalista, que cuando alguien se atreve a cuestionarla surgen los “paladines del normalismo” para defenderlo a “capa y espada”.

Para algunos docentes, la cultura del trabajo colegiado requiere, si bien es indispensable trabajar en equipo, también lo es asumir ciertas reglas elementales de convivencia; por ejemplo, que los diversos grupos no se devoren unos a otros; que ninguno haga suyo el escenario del colectivo docente para tratar asuntos que se escapan de lo académico; y otra pauta importante, que se evite la personalización de los problemas de índole académica, ya que un problema recurrente de la institución es llevarlo casi todo al ámbito personal. Pero no siempre ha sido así, antes de ocho años se observaba cierto respeto en el colegiado; los problemas. si bien no eran tan académicos, no se personalizaban y el ambiente institucional era de cordialidad.

Se puede pensar, de igual forma, que entre los profesores también se van evidenciando los desacuerdos con quienes parecen “estar en contra de todo”; incluso se ha llegado a expresar que son “necedades” las que manifiestan algunos inconformes; de esta manera, ciertos espacios académicos que con anterioridad eran privilegiados, ya no se pueden considerar como espacios de poder de docentes inconformes, con o sin fundamento.

Conclusiones

Expuesta la situación prevaleciente en la institución formadora de maestros, se hace necesario plantear opciones que permitan un auténtico avance, capaz de reflectarse en la calidad formativa y el desempeño de los futuros docentes. Ante los intentos, reales o aparentes, de frenar el desarrollo del trabajo académico en la institución, se debe responder, primero, con el impulso de una cultura normalista diferente. Y la primera idea que la hace diferente es su concepción del trabajo académico. En la nueva cultura normalista, el trabajo académico trasciende el salón de clases, rebasa la práctica de enseñar. Esta es una idea axial, porque de asumirse, generaría efectos sustanciales. El primero, el reposicionamiento, en el contexto educativo mexicano, de las escuelas normales. La reculturización de las normales empezaría con la asunción de esta nueva idea del trabajo académico. De aquí en más, debería entenderse y asumirse que la escuela formadora de docentes es una institución de educación superior (IES) y sus docentes son académicos de una IES, y no parte de una “primaria grandota”, como algunos docentes externos expresan, y como parece evidenciarse en el ambiente institucional de las escuelas normales.

Esta recategorización y este reposicionamiento de las escuelas normales deberá conducir, también, a que las agendas de su colegiado docente (definido no solo como reunión de profesores, sino en su acepción de colectivo docente en general, organizado para realizar actividades específicas e indispensables y comisiones asignadas, aparte de su actividad enseñante) se respeten, se asuma el diálogo, el debate, el compromiso personal e institucional y la aceptación de lo que piensa y hace el otro. En tal proceso, vale subrayar que la organización y el liderazgo de la directiva institucional juegan un papel fundamental:

[...] el papel básico del liderazgo es conducir el desarrollo de las escuelas que trabajan en equipo, donde se da voz o se autoriza a los docentes, de manera de encuadrar los problemas, y discutir y trabajar individual y colectivamente para comprender y modificar aquellas situaciones que los causaron [Fullan y Hargreaves, 1999, p. 92].

Las acciones en colectivo se vuelven especialmente difíciles, porque en la cultura tradicional normalista, el trabajo del colegiado docente parece que no ha avanzado hacia la discusión, hacia el debate y actividad académica; incluso es necesario mejorar los procesos formativos en las escuelas normales, aunque se le siga dando mayor peso a la docencia, concretamente a dar clases y a promover la práctica entre los estudiantes. El liderazgo académico es clave para organizar tanto el trabajo como el debate en torno a este, y hacer escuchar los argumentos desde los diferentes puntos de vista. Así, en tanto que el centro de atención es la clase, entonces la parte académica debe buscar mecanismos para mejorar la enseñanza, pues según los estudiantes hace falta atender y dar más seguimiento a la calidad de las clases. En palabras de una alumna de tercer semestre: “Que estén más al pendiente de cómo es que enseñan los profesores, puesto que muchos de ellos no aplican el programa de estudios”.

Aunque en las escuelas formadoras de docentes no se estipula formalmente el principio de libertad de cátedra, existe un exceso de autonomía; cada docente puede elegir qué contenidos, qué recursos bibliográficos y qué horizonte epistemológico asumir en las asignaturas que imparte. Pero esto es una libertad mal asimilada que, pedagógicamente, deviene en un desajuste con respecto a los criterios y perspectivas teóricas contenidas en los programas oficiales; y lo más notable es que no se da seguimiento al trabajo de enseñar. Por ello, gran parte de los estudiantes tienen la idea de la no asunción completa del rol de ciertos formadores. Esto es fácil de explicar, puesto que todos los planes y programas de formación de profesores se encuentran en diversas páginas de Internet, los alumnos tienen acceso a la información y saben qué es lo que “deben aprender”, “qué tienen que enseñarle los formadores” y desde qué perspectiva teórica partir; seguramente encuentran fisuras, incompletitud en el proceso formativo.

Por otro lado, en una entrevista grupal, los alumnos hacen el siguiente comentario: “Con el maestro M llevamos dos cursos”, con desaliento lo describen y ríen con cierta ironía y complicidad, “pero pregúntenos qué aprendimos... nada”. De aquí se intuye que muchos profesores, al tener el poder, piensan que poseen también la libertad antes referida, pero esto es una ilusión en la formación de profesores. Se puede confundir la libertad de cátedra con hacer lo que se quiere (o lo que se puede) y asumir el poder; pero es un poder basado en el autoritarismo, no en el saber docente; es un poder ajeno a la producción teórica que confunde las actitudes autoritarias con la autoridad pedagógica.

El colectivo docente, sin duda, tiene que reculturizarse; los formadores deben dejar de sentirse profesores que solo dan clases y asumirse como académicos de educación superior, capaces de producir conocimiento a través de la investigación; el reto parece fácil, pero cuando la cultura es tan esquematizada, resulta difícil cambiar. Se cree comúnmente que tal actitud es parte de la identidad normalista, de un hacer que se resiste a cambiar no solo para mejorar, sino para seguir vigente como institución educativa. Queda la pregunta: ¿hasta qué punto los propios formadores contribuyen a la desaparición de las escuelas normales? No se puede culpar del todo a los gobiernos; estos han aprovechado que las normales son escuelas que no han cambiado, que permanecen balcanizadas por sus propios docentes, en un estado de estancamiento, pese a su carácter de instituciones de educación superior, aunque en realidad evidencian un proceso de “normalización de las universidades”, como bien expresaba Alberto Arnaut en una conferencia, lo cual parece un hecho y no solo una metáfora muy ad hoc de esta triste realidad.

En el mismo tenor, si las propias autoridades de gobierno muestran total indiferencia hacia la formación de profesores y consideran a las escuelas normales como un espacio político que se debe mantener mediante la asignación de los equipos directivos, no es posible que se avance académicamente, y estas escuelas son condenadas al fracaso. Tampoco hay un programa para atraer a los estudiantes; por el contrario, se les alienta a que estudien en otras IES, pues de cualquier manera, en su momento, podrán hacer examen de ingreso al servicio docente. Esto trae ciertas consecuencias, como la reducción de aspirantes en un 80% en las diferentes licenciaturas de formación de profesores, no solo en la de educación primaria.

Por otro lado, en las reuniones del colegiado docente, cuando se pretende tratar temas referentes a la gestión institucional, no es posible avanzar; el propio equipo directivo no tiene claro qué tipo de gestión requiere la escuela. La gestión académica es una necesidad para dirigir el trabajo institucional, pero si se sigue manteniendo una visión taylorista de la administración, no se podrá aspirar a una comunidad que aprende y produce conocimiento. El uso de los recursos impacta directamente en lo académico y este es el soporte de toda actividad institucional.

Los profesores, dentro de las diversas actividades del colegiado, demandan y asumen que realizan trabajo académico; el problema es que no se tiene claro qué es lo académico en instituciones como las normales, donde la tradición cultural centra el trabajo en la docencia. Es necesario, por tanto, replantear y redefinir la condición profesional de los formadores; ante esto, tal vez surja una dificultad inmediata: los docentes de las normales, aunque poseen, en su mayoría, grados académicos, no se sienten a la altura de los maestros de otras IES, se asumen como profesores, y eso es otra limitante para la producción académica y la mejora institucional.

Se hace necesario reiterar: solo redefiniendo el trabajo académico, ampliando su acción más allá del salón de clases, será posible producir conocimientos, nuevas estrategias educativas y una nueva valoración sociocultural para las escuelas normales; solo asumiendo el rol del docente formador como profesional del conocimiento y sujeto activo de la educación superior de nuestro país, será viable un avance real de las normales. En función de esto, resulta imprescindible crear, en colectivo, las condiciones propicias. Establecer programas de formación, actualización y capacitación para, como colegiado docente, construir verdaderas comunidades de aprendizaje.

Referencias

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Notas de autor

Claudia Isabel Quintero Maldonado. Docente de la Benemérita Escuela Normal Urbana Profesor Domingo Carballo Félix, de La Paz, Baja California Sur. Entre sus publicaciones recientes se encuentran El trabajo colegiado en la formación de profesores de educación básica (2016) y La gestión como actividad académica en la formación de profesores de educación básica: un escenario institucional deseable (2015). Correo electrónico: mclaud70@gmail.com.
Manuel Salvador Romero Navarro. Docente de la Benemérita Escuela Normal Urbana Profesor Domingo Carballo Félix, de La Paz, Baja California Sur. Es doctor en investigación educativa. Entre sus publicaciones se encuentran Mitos en la formación de profesores de educación primaria (2015) y La práctica reproduccionista en la formación de profesores de educación primaria (2016). Correo electrónico: msrn661122@gmail.com.


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