Reportes de investigación

Las literacidades históricas en el campo de las prácticas sociales

Historical literacies in the social practices field

María Elizabeth Luna Solano *
Escuela Normal “Instituto Jaime Torres Bodet”, México
José Gabriel Marín Zavala **
Escuela Normal “Instituto Jaime Torres”, México
Oscar Fernando López Meraz ***
Escuela Normal Superior Veracruzana “Dr. Manuel Suárez Trujillo”, México

Las literacidades históricas en el campo de las prácticas sociales

IE Revista de Investigación Educativa de la REDIECH, vol. 13, e1603, 2022

Red de Investigadores Educativos Chihuahua A. C.

Algunos derechos reservados

Recepción: 20 Junio 2022

Aprobación: 31 Octubre 2022

Publicación: 03 Noviembre 2022

Resumen: A partir del concepto de literacidades, entendidas como prácticas sociales que abarcan todas las capacidades necesarias para el uso eficaz del lenguaje en una comunidad discursiva, mismas que representan el vínculo entre lo individual y lo social, y que varían generalmente entre grupos y sociedades, surge la necesidad de elaborar un constructo teórico en torno a las literacidades y su relación con la historia. En este ejercicio abordamos la diferencia entre literacidad en historia y literacidad histórica, centrándonos en este último concepto. Debido a que el tema ha sido poco explorado en América Latina, nos enfocamos en el diseño de un constructo que describe su significado, los elementos que la integran, y las potenciales utilidades que puede aportar en el campo educativo. Específicamente nos referimos a siete elementos que desagregamos para su análisis: lenguaje histórico, identidad histórica, memoria histórica, conciencia histórica, cultura histórica, empatía histórica y resonancia histórica. Con estos elementos proponemos un cuadro explicativo para llevar a efecto un ejercicio de tamizaje, utilizado como metáfora, a través de cuyos filtros es posible visualizar de mejor manera a las literacidades históricas.

Palabras clave: Literacidades históricas, prácticas sociales, historia.

Abstract: Based on the concept of literacies, understood as social practices that encompass all the capacities needed for the effective use of language in a discursive community, same that represent the link between the individual and the social, and that generally vary between groups and societies, arises the need to develop a theoretical construct around literacies and their relationship with history. In this exercise we work the difference between literacy in history and historical literacy, focusing on the second concept. The topic has been poorly explored in Latin America, that is why we focus on the design of a construct that describes its meaning, the elements that integrate it, and the potential utilities that can contribute in the educational field. We specifically refer to seven elements that we disaggregate for analysis: historical language, historical identity, historical memory, historical consciousness, historical culture, historical empathy, and historical resonance. With these elements, we propose an explanatory table to carry out a screening exercise, used as a metaphor; through their filters, it is possible to visualize the historical literacies in a better way.

Keywords: Historical literacies, social practices, history.

Introducción

El campo de los estudios sociales, relacionado con el intrincado entramado de actividades de carácter científico inter y multidisciplinario, plantea diversos retos caracterizados por la complejidad y el dinamismo. Esto implica conocer al ser humano y su comportamiento en diversos ámbitos que van desde lo social hasta lo individual, en contextos diferenciados. Dentro de este objeto de estudio, el ámbito de lo social, surge un elemento de análisis fundamental: el concepto de práctica social. En efecto, generalmente en este rubro se agrupan aquellas actividades que realizan las comunidades de práctica, de forma dinámica, sostenida, constante, diaria y persistente. Estas actividades pueden referirse a un gran número de acciones y operaciones, más o menos permanentes, que conectan a los grupos o entidades, desde las más elementales hasta las más complejas. Así, las prácticas sociales representan el vínculo entre lo individual y lo social, y varían generalmente por grupos y sociedades.

Una de estas prácticas se refiere a todo aquello relacionado con la enseñanza y el aprendizaje de la historia: su difusión, las percepciones y representaciones de determinados grupos, las instituciones que promueven dichas aprehensiones, los colectivos locales, los sistemas de valores, la identidad, los temas morales y hasta espirituales, las tradiciones y costumbres, las normas éticas, las actitudes, y –de forma determinante– los contextos en que se producen, se reproducen, se manifiestan y se ejercen. Desde finales de los años noventa del siglo pasado, las sociedades occidentales han experimentado cambios drásticos en casi todos los ámbitos de sus prácticas sociales (Mato et al., 2007; Valencia y Magallanes, 2015; Pleyers, 2018). Las nuevas formas de organizar el pensamiento, con un sentido más práctico y de inmediatez, entre otros cambios, han llevado a transitar por diversos terrenos en los que la influencia de las tecnologías implica nuevas formas de relación y representaciones para entender el mundo.

Por otro lado, el concepto de literacidad abarca todas las capacidades necesarias para el uso eficaz del lenguaje en una comunidad discursiva. Lo anterior incluye el manejo del código y de los géneros escritos, el conocimiento de la función del discurso y de los roles que asumen el lector y el autor, los valores sociales asociados con las prácticas discursivas correspondientes, las formas de pensamiento que se han desarrollado con ellas, etc. De esta manera, entendemos por literacidad aquellas prácticas sociales de lenguaje que permiten a una persona responder y procesar la información en determinado contexto, a través de la lectura, y convertirla en conocimiento, el cual puede ser manifestado oralmente o mediante la escritura. Barton y Hamilton (2000) apuntan que muchos estudios sobre prácticas de literacidad se realizan sobre la base de textos impresos y escritos, pero es claro que en los eventos de literacidad las personas utilizan una serie de sistemas semióticos que incluyen estructuras matemáticas, musicales, mapas o imágenes sin texto. De este modo, los eventos de literacidad de ninguna manera son los mismos en cada contexto.

El objetivo de este trabajo es configurar un constructo teórico en torno al concepto de literacidades históricas, a partir de los elementos que las conforman, con el propósito de contar con un referente sólido como contribución abierta en el campo de estudio de las literacidades entendidas como prácticas sociales.

Para desarrollar este concepto, el presente texto se organiza en los siguientes apartados: una entrada teórica relacionada con las prácticas sociales, la particularidad de la literacidad, la concepción de las literacidades como prácticas sociales, el apuntalamiento del concepto de literacidades históricas y la identificación de sus elementos constituyentes, la conclusión y las referencias.

El terreno de las prácticas sociales

El concepto de práctica, como núcleo central, adquiere nueva relevancia entre los estudios orientados a describir y comprender de mejor manera la vida social. En este contexto, Schatzki (1996) señaló que puede ser entendido como las asociaciones entre las formas de decir y de hacer y que se dispersan con base en aspectos espaciales y temporales, y que además se integran de competencias tangibles, recursos materiales y formas de dar sentido. A partir de estas ideas, Castro et al. (1996) indicaron que las sociedades humanas entendidas como agentes sociales, y las condiciones materiales en las que se desenvuelven, constituyen las condiciones objetivas de la vida social. Por su parte, los acontecimientos que relacionan estas tres categorías (agentes, condiciones materiales y condiciones objetivas) constituyen las prácticas sociales.

Sin embargo, en el terreno de la discusión sobre el significado de las prácticas sociales es indispensable incorporar un elemento más, con el fin de conceptualizar la diferencia entre prácticas y representaciones. En este sentido, práctica social y representación social constituyen dos caras de una misma moneda que requieren mayor claridad para entender mejor su uso dentro de los límites de este trabajo. Al respecto, Abric (2001) identificó como punto central de esta discusión dos preguntas. La primera es saber si las prácticas sociales determinan a las representaciones o es a la inversa. La segunda es reconocer si ambas están ligadas o si son interdependientes. Para explicarlo, Abric se remite a Beauvois y Joule (1981), quienes profundizan sobre dos teorías. La primera fue la disonancia cognitiva de Festinger (1951, citado en Abric, 2001), proveniente de los estudios de psicología social. Esta postura se refiere al conflicto mental experimentado por el individuo al confrontar sus propios comportamientos y creencias, hallando falta de concordancia o hasta contradicción. De ahí que la persona lleva a efecto grandes esfuerzos para hacer más coherentes sus actos en relación con sus pensamientos. La segunda teoría, la del compromiso de Kiesler (1971, citado en Abric, 2001), puede considerarse como una postura más radical, y ser entendida como aquel vínculo que cada persona establece con sus actos conductuales, entendiendo dicho compromiso en función de la relación con aquellos factores externos que determinan su conducta individual. De este modo, el individuo claramente se involucra en su propio acto, estrictamente se compromete con él.

Con base en lo anterior, Abric (2001) afirma que para Beauvois y Joule (1981) el hombre es libre y responsable para racionalizar conductas de sumisión, más allá de su libertad y su responsabilidad. Así, las circunstancias son las que deciden la libertad y la responsabilidad de cada actor social. De esta manera, la conducta de las personas no es el resultado de sus creencias, o de sus valores, sino que provienen del marco institucional, del entorno social y del contexto de poder al que están enfrentados. En este sentido, Abric (2001), basado en las ideas de Beauvois y Joule (1981), apunta que las conductas son

...las prácticas que los sujetos aceptan realizar en su existencia cotidiana y que modelan, determinan, su sistema de representación o su ideología. La representación es generada entonces por un proceso de racionalización, que no se refiere a un saber ni a creencias, sino que resulta de las condiciones objetivas de la producción de la conducta [p. 197].

Queda claro, entonces, que son las prácticas las que crean las representaciones sociales, toda vez que estas son el resultado de procesos de adaptación cognitiva que los agentes sociales realizan ante sus condiciones concretas de existencia, así como a aquellas conductas de carácter obligado que exigen las relaciones sociales durante la cotidianidad.

En otro orden de ideas, Ariztía (2017), desde una postura crítica, publicó un trabajo sobre lo que hoy se conoce como la teoría de las prácticas sociales. Así, se propuso ir más allá de las clásicas dicotomías sociológicas, como la oposición individuo y colectivo o bien la idea de estructura y agencia, para centrar la atención en la dinámica de las prácticas, como un eje de reflexión que antecede analíticamente al individuo y a la estructura. De este modo, tanto las acciones individuales como las llevadas a efecto por las instituciones, como moldeadoras del mundo social, vienen a ser el resultado del ejercicio de tales prácticas (Ariztía, 2017). Por su parte, Rouse (2007, citado en Capsi et al., 2019), afirma que la Teoría de la Práctica actual es el resultado de investigaciones realizadas en los últimos años del siglo XX con base en los trabajos de Bourdieu y Giddens.

Desarrollo

Literacidad y su diferencia con alfabetización

Con el término literacy, explica Kress (2005), sucede como con otras palabras que han ido buscando un espacio en el lenguaje: su significado ha dejado de ser claro debido al amplio rango como significante. De ahí las controversias respecto al uso que se le ha otorgado a los términos “alfabetización” y “literacidad” en los diferentes idiomas. La traducción del término literacy ha pasado a los países hispanos como alfabetización. Pese a ser un anglicismo, se trata de un término que permite hacer una diferenciación entre alfabetización como el concepto más básico y restringido en una perspectiva de enseñanza lingüística y psicolingüística (Kalman, 2008), y la literacidad como una función mucho más compleja bajo la perspectiva de una enseñanza sociocultural (Lankshear y Knobel, 2010). De esta forma, la literacidad se explica como el mecanismo cognitivo para identificar, entender, interpretar, crear, comunicar y usar material impreso o en línea asociado a varios contextos, así como reconocer cómo el lenguaje se sitúa siempre como un fenómeno social, cultural y lingüísticamente construido.

Street (1984) apunta la existencia de dos modelos de literacidad. El primero de ellos, al que denomina modelo “autónomo”, posee una orientación cognitiva de la lectura y la escritura. En este caso, podemos identificarlo con la enseñanza clásica de la lectura y la escritura desde la perspectiva lingüística y psicolingüística. El segundo modelo, al que llama “ideológico”, considera los aspectos contextuales, sociohistóricos y culturales de esta actividad. Desde el punto de vista de la enseñanza, significa mirar a la lectura y a la escritura desde la perspectiva etnográfica situada. Sin embargo, en los años recientes, y sobre todo a partir de la inclusión de las TIC y el internet en los procesos de lectura y escritura, varios autores de ambos lados del Atlántico (Cassany, 2014; Carlino, 2013; Hull y Hernández, 2008; Zavala, 2002) han promovido el término “literacidad”, con la intención de unificar todas las denominaciones de literacy y con ello contribuir a aclarar el significado. Cassany y Castellá (2010) afirman que el término “literacidad” designa sin problemas todo el ámbito conceptual descrito y ello permite formar neologismos como multiliteracidad, biliteracidad o literacidad digital, entre otros.

Literacidades: de lo singular a lo plural

Existen diversos tipos de literacidad, toda vez que cada contexto requiere diferentes prácticas de literacidad. Al respecto, Cassany (2005) comenta que los diversos patrones de literacidad requieren diferentes tipos de prácticas de literacidad, de tal manera que existen literacidades con mayor “prestigio” que otras, por ejemplo un reporte científico y el mensaje por chat a un amigo (ambas son prácticas que comunican y expresan el sentir de quien lo desarrolla), y por lo cual cada práctica de literacidad depende de la persona, de sus condiciones, y de la situación contextual. Así, el autor hace la diferencia entre prácticas vernáculas y prácticas dominantes, afirmando que ambas se encuentran en función de las llamadas comunidades de práctica, mismas que son grupos sociales o colectivos que comparten los mismos fines o propósitos, contextos cognitivos similares, rutinas y repertorios de géneros discursivos.

Por otro lado, Lankshear y Knobel (2010) aseguran que se han producido cambios, en una escala histórica, relacionados con el desarrollo y consumo masivo de tecnologías electrónicas digitales. Estas transformaciones han tenido como consecuencia nuevas formas de pensar sobre el mundo y de responderle, evolucionando así ciertos tipos de literacidades. Las literacidades convencionales (leer y escribir en papel) se enfrentan a las nuevas literacidades (leer distintos tipos de textos no solo escritos y escribir en una pantalla, utilizando imágenes estáticas o dinámicas, así como audio), sobre todo en los ámbitos escolares donde los estudiantes viven cotidianamente en espacios distintos, más digitalizados, a diferencia de lo que sucede en los contextos no escolares, en donde se les exige regresar a adaptarse a medios y modos tradicionales de comunicarse.

Las literacidades como prácticas sociales

Partiendo de la teoría de la estructuración, de acuerdo con Giddens y Sutton (2014), existen dos conceptos fundamentales, que son estructura y agencia. Ambos, regularmente, son vistos como una “dicotomía conceptual basada en los intentos de la sociología para entender el equilibrio relativo entre la influencia de la sociedad sobre el individuo (estructura) y la libertad del individuo para actuar y dar forma a la sociedad (agencia)” (p. 45). La relación dialéctica entre estos conceptos permite comprender cómo se afectan en ambos sentidos. Las ideas de Giddens giran en torno al hecho de que tanto la estructura como el sujeto se influencian mutuamente a través de prácticas recurrentes. Visto así, la estructura aporta un marco, sin embargo, los sujetos también tienen la capacidad de transformarlas.

Trasladado esto hacia las literacidades, se puede afirmar que las personas poseen, por una parte, la capacidad para hacer las cosas de cierta manera –en una relación agencia-agente-cambio–, pero además tienen la cognoscibilidad de lo social y las condiciones de su actividad que permiten realizar modificaciones a sus acciones. Es así como, desde esta perspectiva, todas las personas somos agentes. Como actores sociales sabemos sobre las condiciones y las consecuencias de lo que hacemos, pero también podemos explicar lo que hacemos y las razones de ello.

La teoría de la estructuración responde al proceso que involucra al agente y a la estructura social en una relación de interdependencia dinámica, en un espacio y tiempo determinados. Desde esta postura, la concepción de estructura es a la vez constrictiva y habilitante, tal como sucede con la lengua materna que constriñe nuestras maneras de pensar, pero que también nos vuelve capaces de pensar. Giddens pone énfasis en el carácter activo y reflexivo de la conducta humana, en el que el lenguaje tiene un papel fundamental en las explicaciones de la vida social (Corcuff, 2008). Es así como las literacidades son prácticas sociales que, desde la teoría de la estructuración de Giddens (2015), están orientadas por estructuras sociales internas y externas. Para Giddens (2015), la estructura interna está determinada por una huella mnémica (inscripción que se produce en cada individuo, como una prenoción a la que no se accede de manera consciente), y la estructura externa se constituye por todos aquellos factores del contexto en donde se inscribe la persona. Se tienen, entonces, estructuras sociales con una doble naturaleza, interna y externa, únicas dependiendo de cada individuo. El agente, según Giddens (2015), tiene una relación de interdependencia dinámica con sus estructuras interna y externa, es decir, lo social no se separa de lo individual. Las manifestaciones de literacidades en la vida cotidiana se presentan en las prácticas cada vez de manera más recurrente y natural, en ritmos de incorporación distintos dependiendo de las características individuales de cada individuo.

Avances en la construcción del concepto “literacidades históricas”

El concepto de literacidad es poco conocido fuera del campo del lenguaje. Hoy, sin embargo, se ha incorporado como neologismo en otros contextos con la intención de ampliar la percepción desde otros campos de estudio a las condiciones que se requieren para comprender y comunicarse adecuadamente en ellos; de tal manera que se ha avanzado produciendo una literatura vasta sobre literacidad digital, informática, académica, matemática, científica y vernácula, solo por mencionar algunos ejemplos. Para el caso de su inclusión en la historia, el proceso es relativamente reciente. De acuerdo con Maposa y Wassermann (2008), fue Sheiber, en 1978, quien utilizó el concepto de literacidad histórica por primera vez de manera significativa. A partir de entonces se ha realizado una importante reflexión sobre su significado, los elementos que la integran y sus utilidades.

Clifford (1984, citado en Maposa y Wassermann, 2008) asegura que Sheiber lo utilizó para referirse a la competencia que un individuo muestra en dar sentido al texto y otras fuentes históricas (como las imágenes, la comida, las artes, etcétera). Esta propuesta conceptual no resultó atractiva, y hubo que esperar a Ravitch, diez años después, para reactivarla. La propuesta de este autor solo se ligó con la memorización de los acontecimientos del pasado (Maposa y Wassermann, 2008). Poco tiempo después apareció la idea, posiblemente inspirada por Foucault, de que en la literacidad histórica habría que reconocer una relación entre conocimiento y poder (Aronowitz y Giroux, 1991, citados en Maposa y Wassermann, 2008, p. 22). A inicios de la década de los noventa, Wineburg llamó la atención sobre tres elementos esenciales de la literacidad histórica: abastecimiento, corroboración y contextualización.

La propuesta de Taylor (2003, citado en Maposa y Wassermann, 2008) incluye, en suma, cuatro aspectos: conocimiento histórico, método histórico, comprensión histórica y conciencia histórica. En esta forma de comprender la literacidad histórica, el logro de la conciencia histórica se convierte en el punto más elevado del aprendizaje histórico, con ayuda, por supuesto, del conocimiento y la aplicación del lenguaje histórico. De acuerdo con Lee, la conciencia es crítica y permite comprender y participar en esa “red compleja de pasado interpretado, presente percibido y futuro esperado”, como definió Rüsen a la historia (citado en Maposa y Wassermann 2008, p. 19). Es claro, entonces, que el simple conocimiento, muchas veces con aspiraciones enciclopédicas, no suma lo suficiente para desarrollar la literacidad histórica.

Resulta necesario, entonces, pensar en dos aspectos. El primero es identificar la diferencia entre literacidad en historia y literacidad histórica. El segundo es conocer para qué sirve la segunda. De acuerdo con Maposa y Wassermann (2008), la diferencia entre ellas radica en que la literacidad en historia está dirigida a la capacidad de leer y escribir mientras se estudia historia en la escuela, y la literacidad histórica, como se ha observado en las líneas anteriores, trasciende esas habilidades para llevar al estudiante, o profesional de la historia, a observar y poner en acción el conocimiento práctico del aprendizaje de lo histórico.

A los estudiantes, las literacidades históricas les permiten construir interpretaciones sobre el pasado a partir del trabajo sistemático de las fuentes históricas (escritas, orales, gráficas, audiovisuales, etcétera) que alcanzarían por medio de las capacidades de leer, razonar, escribir y aprender con evidencia históricas (Nokes, 2011). Esto, sin embargo, no puede suceder si no se desarrolla una postura epistémica correcta, lo que acercará a los alumnos al proceder de los historiadores y cómo construyen el conocimiento (Reddy y Van Sledright, 2010, citados en Nokes, 2011), principalmente en la comprensión conceptual de cambios, permanencias, rupturas, causalidad, entre otros factores. Al respecto, vale la pena mencionar la necesidad de identificar y corroborar fuentes, para después compararlas y contrastarlas bajo la contextualización que elimina cualquier anacronismo.

Esto facilitará superar, por ejemplo, etiquetas y estereotipos (Nokes, 2011), así como sumar las cosmovisiones de actores, individuales y/o colectivos, que han estado tradicionalmente al margen de la escritura de la historia, como las mujeres y los pueblos originarios. Los profesores de Historia tendrían que superar el tradicionalismo, caracterizado por la fuerte presencia de las “clases magistrales”, para dar paso al diseño de actividades en las que los estudiantes se esfuercen por construir interpretaciones propias basadas en los puntos señalados líneas atrás.

Principales elementos de las literacidades históricas

De acuerdo con Nokes (2013), el desarrollo de inferencias e interpretaciones históricas es el corazón de las literacidades históricas. De ahí la necesidad de confirmar que no hay una literacidad histórica, sino muchas, y que es necesario hablar de ellas en plural, ya que no solo dependerán de los sistemas semióticos con los que se revisa el registro histórico, sino mayormente por las inferencias e interpretaciones que realizan los demás.

A partir de las ideas anteriores, llegamos a la construcción propia del concepto literacidades históricas que presentamos en la introducción. Las literacidades históricas son prácticas sociales no lineales, mediante las cuales se construyen nuevos significados a partir de contrastar críticamente diversos sistemas semióticos para reconstruir individual y socialmente eventos históricos desde el contexto en el que se registraron, sobre la base del proceso dinámico de transformación de la cultura, pero también desde la interrogación del presente y la necesidad de comprenderlo.

Con la finalidad de dar claridad a dicha conceptualización, consideramos que las literacidades históricas están compuestas por siete elementos: lenguaje histórico, identidad histórica, memoria histórica, conciencia histórica, cultura histórica, empatía histórica y resonancia histórica. Estos elementos se describen a continuación.

Lenguaje histórico

Regularmente cuando nos referimos al lenguaje histórico o al lenguaje de la historia nos remitimos a ese conjunto de conocimientos adquiridos de manera formal e informal, a través de imágenes, figuras, iconos, textos y otros modos y medios, entre ellos, la institución escolar. La coherencia de tales conocimientos se relaciona directamente con las fuentes a través de las cuales se promueven. Así, estas narrativas, de naturalezas completamente diversas, dan origen a lo que conocemos como lenguaje histórico, o bien como discurso historiográfico. Desde la perspectiva de Kress (2005), el modo, comúnmente denominado “escritura”, y el medio que tradicionalmente había venido siendo el papel, se han visto claramente modificados con el advenimiento de las nuevas tecnologías. De esta manera, el lenguaje histórico actual puede adquirir diversos significados en función de su relativa objetividad, de su subjetividad, o bien de ambas. Al respecto, White (1992) aportó un importante análisis sobre los aspectos poéticos en la historiografía del siglo XIX, mismos que pueden retomarse para el estudio del lenguaje histórico contemporáneo, lo que lleva a contemplar la existencia de una nueva gramática del lenguaje histórico. En este sentido, el autor se refiere a la narrativa histórica afirmando que prácticamente todas las historias son ficción, y asegura que aquello que no está escrito no es historia. Este tema hoy representa un nuevo campo de estudio, debido a las características y naturaleza del nuevo discurso histórico, apoyado en el uso y el manejo de las nuevas tecnologías, tropos (como la anagnórisis o el agón), textos multimodales o la iconografía, entre otros.

Para Haydn, Arthur y Hunt (2003, citados en Maposa y Wassermann, 2008), existen conceptos de segundo orden, como tiempo, cambio, continuidad, causalidad, entre otros, que permiten mejorar la comprensión histórica, en la cual uno de los puntos centrales es evitar los juicios morales. Por su parte, Taylor (2003, citado en Maposa y Wasserman, 2008) y Taylor y Young (2005) mencionan que es imprescindible aprender la “lengua” de la historia (como ciencia), pues en ella están las maneras de representar el mundo del pasado, en sus cuatro ámbitos: económico, político, social y cultural. Para estos autores los conceptos de segundo orden son básicos en el lenguaje de las literacidades históricas. Saber medir el tiempo y poder realizar líneas y marcos referenciales para determinar sucesos y hechos históricos es crucial. Cambio y continuidad son conceptos que van de la mano, no se puede entender uno sin el otro, y para ello el contexto y los elementos culturales que rodean los hechos son indispensables. La causalidad requiere de una comprensión más profunda que solo establecer una razón para un acto, es, desde el punto de vista de Taylor, “una intrincada red de acciones y factores” (2003, citado en Maposa y Wasserman, 2008, p. 17).

Desde otra perspectiva, igual de importante, el trabajo de la disciplina histórica incorpora varios elementos metodológicos que se suman al lenguaje de los historiadores. Uno de los más importantes es el de “historiografía”, que ha sido definida de varias maneras, pero que aquí se comprende como la posibilidad tanto de identificar el trabajo científico de los historiadores en algunas de las corrientes historiográficas (integradas por posicionamientos filosóficos, epistemológicos y teóricos) que recurren a conceptos, estrategias y fuentes específicas, como a la capacidad de contextualizar la producción de una obra escrita en el pasado, en la que las características del autor y las condiciones de la recepción del discurso son esenciales. Esto lleva al proceso de la contextualización, que no es otra cosa que tener la posibilidad de comprender a los actores históricos en el lugar y momento en el que participaron en acontecimientos y/o procesos. Una de las implicaciones más importantes de esta acción es identificar que si bien existen rasgos comunes en una sociedad determinada, los grupos que la integran responden y actúan de acuerdo con particularidades de tradiciones históricas específicas. Hacer esto permite evitar anacronismos, que es la condición de conceptualizar las acciones del pasado con categorías que no les corresponden, muchas veces construidas desde el presente que se desarrolla desde otra lógica, y en su lugar poner atención en los conceptos que explican los pensamientos y las acciones. La base de la correcta contextualización es el estudio, el análisis, la comparación, la corroboración y la triangulación de las llamadas “fuentes históricas”, mismas que pueden ser de primera o de segunda mano. Las primeras son aquellas que fueron construidas en el momento histórico que interesa conocer y el abanico de posibilidades es muy amplio (pinturas, esculturas, textos, fotografías, testimonios orales, y un largo etcétera), mientras que las segundas se refieren a las interpretaciones que han hecho autores posteriores los cuales se comunican con otros y emplean fuentes de primera mano.

Identidad histórica

El concepto de identidad es uno de los más reflexionados desde diferentes ángulos: filosófico, psicológico, sociológico, antropológico e histórico, por mencionar solo unos cuantos. No existe una definición única, pero sí se reconoce que algo que le caracteriza es su sentido móvil debido a la recreación individual y colectiva en la que el exterior y la otredad resultan influencias inherentes a su constitución. Asimismo, la identidad surge como una necesidad de referencialidad, diferenciación y reafirmación frente al otro. Recientemente, las nuevas y grandes migraciones humanas han hecho más evidente que la identidad trasciende el territorio; es decir, no es indispensable estar en un lugar específico para sentirse “mexicano”, por ejemplo. El sentido de pertenencia a una colectividad, sector social o grupo étnico, entre otras tantas posibilidades, se construye a partir de expresiones culturales, como fiestas, celebraciones y rituales religiosos o laicos.

Así como no pueden aducirse sustentos biológicos que naturalizan la identidad y tampoco se puede recurrir a supuestos divinos que la expliquen, sí es reconocible que las identidades se transforman, recrean, subordinan, imponen e inventan (Del Val, 2004). Ejemplo de ello fue la construcción de la identidad nacional de los Estados modernos. Desde la constitución de los Estados-naciones, en el siglo XIX, se ha apuntalado la noción de “identidad nacional” que, por supuesto, recurrió a la invención de ciertos rasgos que “homogenizan” a los habitantes de un país, teniendo como consecuencia de ese proceso la invisibilización de ciertos grupos, como los pueblos originarios y afrodescendientes, marginándolos de las narrativas nacionalistas.

La identidad histórica, por su parte, es la posibilidad de reconocer, desde el presente, la pertenencia a un cierto grupo, con el fin de reconocer sus particulares trayectorias históricas, pero también para identificar las de otros sectores y comprender procesos desde una mirada activa. Esto permitiría desarrollar acciones cognitivas y praxis sociales relacionadas con la transformación de las diferentes realidades. La identidad histórica puede ser individual, grupal, regional, nacional, supranacional, dependiendo de las necesidades de identificación que el sujeto requiera. Los colectivos étnicos, de clase y otros deciden qué elementos valorar como indispensables para construir lazos de identificación histórica, siendo la memoria histórica y el patrimonio cultural dos de sus elementos constitutivos desde los que se construyen y comunican elementos simbólicos articulados en narrativas que trascienden lo imaginario y guían la conducta y participación de los actores.

Memoria histórica

La memoria histórica es un concepto que ha sido recientemente muy reflexionado, principalmente debido a acontecimientos traumáticos del pasado relativamente nuevos como la Segunda Guerra Mundial o los desaparecidos por regímenes dictatoriales en América Latina o grupos delictivos, aunque los usos políticos del pasado tienen una larga historia. A su alrededor se han dado debates, siendo uno de ellos si solo los historiadores tendrían jurisdicción y monopolio sobre ella. También se ha dado una polémica sobre si memoria histórica es lo mismo que historia, particularmente cuando lo recordado son acontecimientos o procesos históricos lejanos, en el tiempo, al presente. Al respecto, y siguiendo a Santos Juliá (2006), se puede decir que la memoria es selectiva y subjetiva, es cambiante y siempre está relacionada con las necesidades del presente, pero también con la biografía personal/colectiva, e incluso es alimentada por construcciones hechas desde el poder público y del mercado mismo. Una constante de la memoria son sus usos: legitimar, rehabilitar, condenar, conmemorar, lo que le asocia con emociones siempre desde elementos identitarios. La historia, por su parte, ofrece conocimientos reconstruidos por medio de acercamientos teóricos y metodológicos, lo que le acerca a la objetividad. El objetivo de la historia sería, entonces, construir interpretaciones y explicaciones que sumen a la comprensión.

Es importante reconocer que cada uno de los grupos que conforman la sociedad construyen su memoria histórica. Siguiendo a Lavabre (2006), se puede decir que la recuperación del pasado se desarrolla desde diferentes tipos de necesidades, como identitarias y de legitimación, en el presente desde donde se producen conflicto e intereses. Esto llevó, por ejemplo, a Habermas y Gallerano a hablar del “uso público de la historia”, o a Rousso de “ideología de la memoria” (citado en Ruiz, 2007, p. 26). Asimismo, para conceptualizar a la memoria histórica es necesario distinguirla de la memoria individual. Esta última estaría relacionada con la experiencia del individuo, de su vivencia específica como sujeto, mientras que la primera sería el producto de políticas, con su respectivo sentido, sobre la historia que un determinado grupo da y ofrece al pasado con el objetivo de justificar la actuación en el presente (Juliá, 2006).

Conciencia histórica

El concepto de conciencia histórica ha sido reflexionado desde diferentes disciplinas, pero destacan la filosofía y la historia. De acuerdo con Plá (2017), las raíces de este ejercicio nacen, principalmente, desde autores modernos como Hegel, Marx y Dilthey. Además afirma que existen tres corrientes del pensamiento que analizan la conciencia histórica: la marxista, la hermenéutica, y una que reúne las dos anteriores. En este sentido, el propio autor señala que el marxismo postularía que la conciencia histórica resultaría tanto del devenir histórico como de su investigación científica, mientras que la hermenéutica, cuyo principal exponente fue Gadamer, estipula que la conciencia histórica consiste en el reconocimiento de todas las opiniones y el reconocimiento de la historicidad de todo presente (Plá, 2017).

Dentro de estas corrientes, la línea que más ha influenciado los debates contemporáneos es la desarrollada por Jörn Rüsen. Para este autor, la conciencia histórica es la suma de operaciones mentales con las cuales los hombres interpretan la experiencia de evolución temporal de su mundo y de sí mismos de forma tal que puedan orientar intencionalmente su vida práctica en el tiempo (Rüsen, 2001). A partir de esa definición, se puede reconocer que la conciencia está relacionada con la experiencia y las expectativas (Koselleck, 1993), y claramente existe una relación con cómo se piensa, siente, experimenta el presente, en cuyo tiempo se desarrolla la posibilidad de dar significado desde un contexto específico. Así, la conciencia histórica da sentido a la experiencia en el tiempo y facilita dar sentido al quehacer histórico y se constituye como un elemento orientador. Rüsen (2012) considera que existen cuatro tipos de conciencia histórica: tradicional, que permitiría la continuidad de normas y valores construidas en el pasado; ejemplar, que legitimaría los modelos culturales y el statu quo; crítica, interesada en analizar las narrativas dominantes (las negaría) y ofrecería más libertad en la acción del sujeto; y genética, la cual facilitaría la transformación de modelos de acción al abrir otras formas de comprender el mundo y lo humano.

Un tema importante es saber cómo se manifiesta la conciencia histórica. Rüsen (1997) la comprende como la demostración (antes estructurada en el pensamiento) de un saber. A esto se le llama técnicamente “narración” y podría comprenderse como una competencia narrativa, como lo señala Plá (2017). La narración histórica estaría integrada por tres componentes: forma, contenido y función (Rüsen, 1992); las cuales requerirían las competencias de percepción, interpretación y orientación históricas (Rüsen, 1997). Además reconoce una competencia más: la experiencia o percepción histórica, la cual permitiría aprender a mirar el pasado diferenciándolo del presente. Esto facilita la comprensión del presente, a partir del conocimiento de las rupturas y permanencias con el pasado.

Cultura histórica

Dentro del entramado de ideas que se relacionan con la cultura histórica, hallamos de inicio la noción de cultura. A este concepto, si se le considera ligado al tema histórico, adquiere una profunda significación desde el punto de vista social. Siguiendo a Bericat (citado en Iglesias et al., 2016), todas las expresiones humanas, entendidas como cultura, están compuestas de elementos cognitivos, valorativos y emotivos. En el caso de los primeros se trata de representaciones cognitivas que nos indican qué y cómo funcionan las cosas a nuestro alrededor, y ello incluye a las otras personas. De esta manera, tanto las ideas científicas como las de sentido común constituyen la realidad tal cual se percibe hacia el interior de una cultura determinada. En cuanto a los elementos valorativos, estos fundamentan los objetivos y las metas que representan los anhelos de los individuos y las sociedades.

Con base en las ideas anteriores, a partir de los elementos cognitivos, valorativos y emotivos que conforman la cultura, a través de los cuales se interpreta, se comparte y se transforma de manera dinámica la realidad, el adjetivo histórico, unido al concepto de cultura, nos lleva a la forma en que tanto individual como socialmente nos relacionamos con el pasado, el de los nuestros y el del mundo, y de qué manera se concreta en nuestras prácticas cotidianas. Se trata entonces no solo de una construcción conceptual, sino de un campo de investigación. Grever (2008) consideró la existencia de dos niveles de cultura histórica. Por un lado, ubicó tanto la producción como la reproducción del conocimiento histórico. En otro, se refirió a la infraestructura social del campo de la historia (por ejemplo, la existencia de museos, el contenido de los planes de estudio de historia escolar, los feriados nacionales y otras celebraciones conmemorativas, etcétera). Así, señaló que ambas son condiciones necesarias para que las personas se enfrenten al pasado (Grever, 2008). Asimismo, la propia autora caracteriza a la cultura histórica como el estudio de narrativas e infraestructuras relacionadas con “la producción y reproducción del conocimiento y la comprensión histórica, al igual que la infraestructura social del campo de la historia (como son los museos, los programas de estudio de historia, las fiestas patrias, y otras prácticas de memoria” (Grever, 2009, p. 54). En este sentido, se refiere a todas aquellas relaciones que establecen los individuos con el pasado, en varios niveles y desde diversas narrativas, medios, ideologías y actitudes, tanto colectivas como particulares.

Empatía histórica

La empatía es el conjunto de acciones que permiten ponerse en la situación del otro intentando observar su punto de vista, lo que implica ya una cercanía con la alteridad. Los orígenes de la reflexión sobre la empatía en el mundo occidental son muy largos, y nos llevarían hasta la Grecia clásica, pero los relacionados con la empatía histórica pueden identificarse en la década de los años setenta del siglo pasado, principalmente en el mundo anglosajón. Domínguez (1986) concibe la empatía histórica como “la disposición y capacidad para entender –no compartir– las acciones de los hombres en el pasado desde la perspectiva de ese pasado” (p. 2). Un elemento fundamental en ese proceso es comprender lo mejor posible los diferentes ámbitos (sociales, políticos, culturales, económicos, mentales) de la sociedad en la que se insertan los actores históricos (individuales y/o colectivos), en un momento histórico determinado. Para reconocer y diferenciar que las acciones del pasado respondieron a lógicas diferentes a las del presente, González et al. (2009) identificaron tres tipos o niveles de empatía: presentista, experiencial e histórica.

La producción académica sobre la enseñanza-aprendizaje de la historia sumó, desde la década de los ochenta de la centuria pasada, a la empatía histórica como un elemento esencial, entre varios más, para alcanzar la comprensión histórica (Pozo y Carretero 1989). Además de aceptar un posicionamiento emocional como medio válido para acercarse y sentir a los hechos históricos, la empatía también recurriría a la imaginación histórica, como lo han propuesto, entre otros, Santiesteban et al. (2010). Desarrollar esas competencias históricas permitiría construir un pensamiento histórico-creativo, en el cual el pensamiento histórico podría identificarse por medio de la empatía expresada (Ciriza, 2021).

Así, la empatía histórica, siguiendo a Endacott y Brooks (2013), sería la capacidad de comprender el comportamiento de las personas del pasado, sin juzgarlo e incluso sin aceptarlo. Para ello se requiere desarrollar una correcta contextualización histórica tanto de la sociedad en un tiempo y espacio determinado como de los acontecimientos; el acercamiento a cómo el sujeto histórico pudo haber pensado alguna situación desde su experiencia, principios, posiciones, actitudes y creencias, y, por último, la construcción de un puente afectivo para “sentir” lo que los protagonistas de la historia.

Resonancia histórica

Para hablar de la resonancia se tiene que partir del concepto de aceleración que ha acuñado Harmut Rosa (2010). Este autor explica que las estructuras que existen en la posmodernidad son temporales y están regidas por una creciente aceleración social en todos los ámbitos en los que nos movemos como individuos (Rosa, 2011). Las estructuras –temporales– nos permiten relacionarnos con el futuro, pero también con el pasado; sin embargo, los cambios se suceden tan rápido que no hay tiempo para hacer pausas para detenernos a reflexionar en lo que acontece y ello da como consecuencia una pérdida de significado del espacio que, a su vez tiene como repercusión la aparición de una serie de “no lugares”. Los cambios de estructuras con nuevos significados de espacio y pertenencia, que se notan con mayor fuerza en lo familiar y en lo laboral, afectan a la forma en que hoy se reinterpretan los eventos históricos y la significación de los mismos en la cultura de las personas. Rosa (2011) expone que hay tres tipos de aceleración: la tecnológica, del cambio social, y del ritmo de vida, y que estos movimientos han provocado un avance transgeneracional (Rosa, 2018).

La resonancia, por su parte, es la respuesta al frenesí de aceleración y a ese continuo intento de tratar de estar alineado en un mundo que gira a toda velocidad. Es la urgencia para hacer un alto, mirarnos y mirar a otro/s en relación con lo que necesitamos o estamos buscando. Para Rosa (2018), la resonancia es aquello que nos pone a vibrar con los otros, desde la capacidad del ser humano para la comprensión emocional y la empatía. Esta resonancia funciona a través de intercambios vinculados, y no debe entenderse como un estado de ánimo sino como un modo de relación. Estas pausas y vínculos tendrán que ser conscientes para que realmente exista una resonancia por coincidencias. En el contexto de aceleración en el que estamos inmersos, no siempre hay un sentido para la velocidad con la que tenemos que ejecutar las acciones o dar respuesta. De ahí que la gente busca momentos para detenerse y con ello voltear a ver qué sucede, en dónde está parada, y así darse cuenta de las vibraciones a su alrededor y permitir identificar con cuáles resuena.

Desde esta perspectiva, la resonancia histórica es la pausa desde la cual se busca analizar y comprender un hecho o suceso histórico. Es el espacio para leer, en el sentido más amplio de la acepción, con otros que se emocionan, apasionan o “vibran” de manera similar. Por ejemplo, para comprender los acontecimientos históricos alrededor del 1° de mayo no será lo mismo desde una resonancia feminista que desde una resonancia sindical o empresarial, porque los intereses, y no solo el enfoque con el que se miran los hechos, la interpretación y el interés de comprender, están ligados a un “sentir” que vincula distinto.

Conclusiones

Las literacidades históricas como constructo

Para nosotros, como ya lo expresamos, las literacidades históricas son prácticas sociales no lineales, mediante las cuales se construyen nuevos significados a partir de contrastar críticamente diversos sistemas semióticos, para reconstruir individual y socialmente eventos históricos desde el contexto en el que se registraron, sobre la base del proceso dinámico de transformación de la cultura, pero también desde la interrogación del presente y la necesidad de comprenderlo. Consideramos que los componentes de las literacidades históricas que hemos señalado (lenguaje histórico, identidad histórica, memoria histórica, conciencia histórica, cultura histórica, empatía histórica y resonancia histórica) no son elementos aislados. Sin embargo, para su análisis e identificación han sido desagregados, con fines meramente expositivos y analíticos.

En este sentido, elaboramos un ejercicio que denominamos “tamizaje”, utilizado como una metáfora. Para ello, usamos la lógica de la combinación de colores primarios con el fin de ilustrar el proceso mencionado (tabla 1). Lo anterior significa que este tamizaje, el de las literacidades históricas, consiste en manejar, a través de un lenguaje profesional histórico, los hechos y los acontecimientos históricos pasándolos sobre los elementos descritos anteriormente, que aparecen en tonalidades de azul, que funcionan como filtros. Así, el tono solo se utiliza para diferenciarlos, y de ningún modo es jerárquico. Estos tonos en azul, al mismo tiempo, se manifiestan y comprenden desde un contexto en aceleración, con pausas propuestas para una resonancia histórica, mostrados en color amarillo. Es la resonancia la que actúa para descifrar, interpretar y comprender la historia a partir de los demás elementos; es lo que matiza esa lectura. Con ello, el resultado sería un color verde, en distintos matices dependiendo de la intensidad de lo que en ese momento (práctica vernácula o dominante), situación comunicativa y contexto (aceleración) sea más importante para los individuos o el colectivo, comunidad de práctica o grupo social, que se halle en un evento o situación comunicativa relacionado con la historia.

Tabla 1
Cuadro de tamizaje
Lenguaje histórico
Identidad históricaMemoria históricaConciencia históricaCultura históricaEmpatía histórica
Resonancia histórica
Literacidades históricas
Fuente: Construcción personal a partir de Luna (2021).

A través de este proceso de tamizaje pretendemos mostrar cómo el elemento clave viene a ser la resonancia histórica, al actuar como catalizador de los hechos o eventos históricos, debido a que permite establecer una lógica, dependiendo de con quién miramos, discutimos, leemos, etc., esos acontecimientos.

Desde la explicación de Giddens (2011), el elemento resonancia histórica, como filtro en las literacidades históricas, formaría parte de las estructuras internas, y los demás elementos (identidad, memoria, conciencia, cultura y empatía históricas) conformarían las estructuras externas. La razón de ello es porque los elementos de las estructuras externas que hacen que sea posible este proceso se pueden enseñar o aprender. Sin embargo, la resonancia está ligada a las características como individuo, como el lenguaje materno; desde una apropiación tan profunda que te constriñe y habilita para “leer” de una forma única y a partir de ello a interpretar, comprender y formular otras propuestas de los hechos o acontecimientos históricos. La resonancia histórica, aunque no se puede enseñar, no deja de ser un filtro importante para leer la historia. En este cuadro (Tabla 1) se presenta en otro color con la intención de hacerlo más evidente. Los elementos en azul se aprenden y la resonancia en amarillo se ha aprehendido. Finalmente, el ejercicio de tamizaje permite reconocer los elementos finos que componen las literacidades históricas (identidad histórica, memoria histórica, conciencia histórica, cultura histórica y empatía histórica), impulsados por las resonancias propias de un individuo o de un grupo social, que les permiten construir interpretaciones históricas y una mejor comprensión del presente.

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Notas de autor

* Profesora en la Escuela Normal “Instituto Jaime Torres Bodet” en Cuautlancingo, Puebla, México. Es Doctora en Educación por la Universidad Iberoamericana Puebla y cuenta con las maestrías en Lectoescritura para la Educación Básica y Docencia Universitaria. Tiene el reconocimiento al perfil Prodep. Entre sus publicaciones recientes se encuentran los artículos “Literacidades históricas y docentes en formación: descripción en dos Normales públicas mexicanas” (2022) y “Educación Normal y enseñanza a distancia: literacidades digitales docentes ante la emergencia sanitaria Covid-19” (2020). Es miembro de la American Sociological Association y de la Red Interuniversitaria de Investigación Educativa, Puebla.
** Profesor-investigador de la Escuela Normal “Instituto Jaime Torres”, Cuautlancingo, Puebla, México. Es Doctor en Investigación e Innovación Educativa por la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Perfil Prodep desde el año 2013. Miembro del Cuerpo Académico en Consolidación “Aprendizaje y Transformación en la Educación Normal”. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel Candidato.
*** Profesor-investigador de la Escuela Normal Superior Veracruzana “Dr. Manuel Suárez Trujillo” y de la Universidad Pedagógica Veracruzana, México. Es Doctor en Historia y Estudios Regionales por la Universidad Veracruzana. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Entre sus publicaciones recientes se encuentra el libro Escenarios, relaciones e investigación en educación Normal (coord., 2021), y coautor de “Literacidades históricas y docentes en formación: descripción en dos Normales públicas mexicanas” (2022). Actualmente participa en un proyecto comparativo sobre profesores y futuros docentes de educación en básica en México y Francia.
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