Reportes de investigación

La escuela, ¿espacio de encuentro y emoción, o lugar de animadversión?

The school, a space for meeting and emotion, or a place of animosity?

Griselda Hernández Méndez *
Universidad Veracruzana, México., México

La escuela, ¿espacio de encuentro y emoción, o lugar de animadversión?

IE Revista de Investigación Educativa de la REDIECH, vol. 12, e1466, 2021

Red de Investigadores Educativos Chihuahua A. C.

Red de Investigadores Educativos Chihuahua AC

Recepción: 10 Septiembre 2021

Aprobación: 17 Diciembre 2021

Publicación: 20 Diciembre 2021

Resumen: Este texto pretende que el lector reflexione sobre el grado de importancia que se le ha otorgado a las reformas educativas, especialmente para el nivel básico, que en atención a los nuevos requerimientos sociales, económicos y políticos, suponen cambios obligados, diferentes formas de enseñar. A lo largo de las páginas se cuestiona cuáles son esos cambios y cuál ha sido el papel de los maestros ante estos. Se detecta que tanto los profesores como los padres de familia, determinados por lo que la sociedad exige y, por ende, la reforma educativa, preparan a los niños para que sean capaces de responder a esas exigencias, eludiendo la naturaleza propia de los niños, conduciéndoles imperceptiblemente a detestar a la escuela cuando en el discurso la reforma enaltece el paidocentrismo, los aprendizajes significativos, las emociones y más. Esto supondría una escuela diferente a la que se asistiera con deleite e iniciativa por parte de los alumnos, de allí que el título implique una interrogante. No se trata de formular una respuesta expedita, tampoco de buscar las determinantes de esta, justamente porque se trata de develar la complejidad de la escuela y sus prácticas, en un devenir constructivo, en un redimensionamiento y contextualización continuos.

Palabras clave: complejidad, cambio, mejora, reforma educativa.

Abstract: This text intends for the reader to reflect on the degree of importance that has been given to educational reforms, especially for the basic level, which, in response to the new social, economic and political requirements, imply forced changes, different ways of teaching. Throughout the pages it is questioned what those changes are and what the role of teachers has been in dealing with them. It is detected that both teachers and parents, determined by what society demands and, therefore, educational reform, prepare children to be able to respond to these demands, avoiding the children’s own nature, imperceptibly leading them to detest the school while in the discourse the reform praises paidocentrism, meaningful learning, emotions and more. This would suppose a different school to the one attended with delight and initiative on the part of the students, hence the title implies a question mark. It is not about formulating an expeditious response, nor is it looking for its determinants, precisely because it is about unveiling the complexity of the school and its practices, in a constructive evolution, in a continuous resizing and contextualization.

Keywords: complexity, change, improvement, educational reform.

Introducción

Eros aprende a detestar la escuela luego de darse cuenta que en esta se nulifica la espontaneidad, la creatividad y la curiosidad en pro de la disciplina, la pleitesía y la docilidad.

Ante los avatares globales que impactan la vida entera de los seres humanos en todos los ámbitos (social, económico, político, cultural…), la escuela, como institución encomendada de la educación formal, se ve sometida a cambios vertiginosos que se traducen en reformas curriculares conducentes a “mejorar” la práctica educativa. “Las reglas del mundo están cambiando. Es hora de que las reglas de la enseñanza y del trabajo de los docentes varíen con ellas” (Hargreaves, 2005, p. 287).

Al respecto asaltan varias incertidumbres, detonantes de este ensayo: ¿Realmente la escuela y los profesores han cambiado? Si la respuesta es afirmativa, ¿cuáles son esos cambios?

De ningún modo estamos en contra de las reformas, el meollo del asunto es el posicionamiento de credibilidad, apego y asunción del profesorado ante la ascensión con la que se presentan dichas reformas, sostenidas en un discurso convincente y prometedor. La reforma educativa es ostentada como una panacea ante cuya presencia los problemas del tan pronunciado fracaso escolar, mágicamente se evaporan.

Cuando se alude al concepto de “fracaso escolar”, no se refiere a la connotación radical que expresa la mayoría de los intelectuales en educación al reducirlo a reprobación, deserción, ausentismo y, en algunos casos, a inequidades educativas. Ciertamente son elementos reveladores de fracaso, pero hay otras cataduras, desde nuestro pensar particular, con igual nivel de envergadura, que son ignoradas, insospechadas o quizás evadidas. Se puede llamar fracaso escolar al desinterés del alumnado hacia las prácticas y los contenidos culturales; a la apatía acentuada y frecuente en las aulas (de alumnos y maestros); al malestar de enseñar y de aprender; a la ausencia de risas, emociones, curiosidades, creaciones, imaginarios...

Tratar de inculpar a los profesores o a los estudiantes de esta situación sería una actitud disgregante y simplista, como intentar resolver de llano nuestras incertidumbres en torno a los problemas educativos. De allí la inclinación al enfoque de la complejidad de Edgar Morin, y nuestra pretensión en recurrir al pensamiento complejo, no como la clave del mundo, sino como un desafío a afrontar, puesto que “el pensamiento complejo no es aquel que evita o suprime el desafío, sino aquel que ayuda a revelarlo e incluso, tal vez, a superarlo” (Morin, 2001, p. 24). En ese sentido, sustentándonos en vivencias escolares y en teóricos de la educación y de la pedagogía, iniciamos el presente ensayo intitulado con una interrogante quizás no muy novedosa, pero sí bastante preocupante: “La escuela, ¿espacio de encuentro y emoción o lugar de animadversión?”.

El propósito de este texto no es formular una respuesta expedita, válida e incisiva; tampoco se centra en buscar las determinantes de esta, justamente porque se trata de develar, desde la complejidad, las directrices de la reforma educativa vigente de educación básica en México, en el contexto mexicano, así como la formación y prácticas educativas del profesorado, que permitan aspirar a un conocimiento multidimensional de la educación y, desde esta mirada, reconocer la tensión entre un saber reduccionista y el reconocimiento de la incompletud del conocimiento acerca de lo que hace la escuela.

Por eso, se analiza en primera instancia la postura que toma el profesorado ante las reformas, ubicándolas en espacio y tiempo, lo que nos lleva a desentrañar el concepto de reforma y su vínculo con otros que incluso han sido empleados como sinonimias: innovación, cambio y mejora.

Parece absurdo que en pleno siglo XXI se ponga en tela de juicio a la escuela y sus prácticas, cuando muchos han sido los esfuerzos por “cambiarla” adaptándola a las “nuevas exigencias”. Las entrecomillas forman parte de una sátira, a la espera de que no se disloque nuestro horizonte analítico. Pero es sobresaltante el discurso persuasivo, referido a los logros en materia educativa, de gobernantes y burócratas que se jactan de cambiar-reformar la escuela en atención a las necesidades de los tiempos actuales; cambios que, por supuesto, requieren ser contextualizados, desarticulados, redefinidos y repensados. Esa es la tarea que en las siguientes páginas nos proponemos realizar, para develar si a la escuela asisten los niños con deleite o con resignación.

Las preguntas “¿Qué ha cambiado en la escuela?” y “¿Cuál ha sido su incidencia en los educandos?” son claves de nuestro devenir reflexivo.

El posicionamiento del profesorado ante las reformas educativas

El discurso subyacente de las reformas educativas se ofrece congruente, fundamentado en las “necesidades de la sociedad”, vista esta como un todo organizacional en pro del bienestar social. Su reiteración, recurrencia en solucionar problemas escolares de tajo, su fundamento en teorías pedagógicas enfáticas en el logro de aprendizajes significativos, entre tantos argumentos más, terminan por convencer a los profesores de su magnificencia y, por ende, estos las prescriben en las aulas, con las directrices y encomiendas provenientes desde la burocracia institucional.

A raudales se imprimen y reparten los nuevos planes y programas, acompañados de libros de texto para los niños y para el maestro, siendo este último una guía de cómo enseñar.

Con regocijo (por supuesto, me refiero a los maestros interesados en el proceso de enseñanza y aprendizaje), una gran parte del profesorado asume el compromiso de implementar los preceptos dictados por la reforma; algunos, cuya peculiaridad es evitar el conflicto, se apropian con pasividad de los cambios e incluso pueden disimular su asimilación. En fin, las actitudes docentes varían por la divergencia inherente entre los humanos. Sin embargo, la mayoría transborda esos cambios al aula con un franco optimismo.

Desarticulemos este hecho para desentrañar los por qué de esa sumisión casi uniforme del profesorado. Como en líneas precedentes se arguyó, los fundamentos en los que se sostiene la reforma, para el caso que nos interesa, de educación básica del sistema educativo mexicano, tienen un grado de credibilidad tan superlativo que difícilmente pueden notarse anomalías discursivas en el escrito y en su implementación.

El argumento más convincente se halla en el hecho de que la escuela, como espacio formador, debe responder a las nuevas exigencias sociales; de manera que si cambia la sociedad, la escuela también debe hacerlo para adaptarse a los actuales requerimientos sociales, económicos, políticos y culturales. Son reiterados los siguientes discursos: “no podemos educar como antaño con sistemas tradicionales de enseñanza, ante una sociedad diferente”, “la escuela debe cambiar al igual que el profesorado”, pues cambian las reglas del mundo, debe modificarse la enseñanza y el profesorado (Hargreaves, 2005). Al respecto, ¿quién se atreverá a negar la trascendencia de los cambios?

Derivado del inciso anterior se propaga la necesidad de una educación eficiente y equitativa para enfrentar las demandas del siglo XXI. Se manifiesta un profundo compromiso con el reto de encarar los problemas globales como la crisis de valores, deterioro ambiental, pérdida de identidad, pobreza y lo que esta conlleva, hambruna, enfermedad, discriminación... De suerte que formar a los futuros humanos que le harán frente a esta situación de manera responsable y comprometida suena más que excelente.

No obstante lo fastuoso de la reforma de educación básica, se revela una paradoja innegable: ¿Cuál es su principal cometido, encarar los desafíos de una economía global que exige competitividad, educandos con conocimientos, aptitudes y destrezas, capaces de afrontar los retos; o la democracia cultural, el fortalecimiento de la unidad nacional? Aunque se leen ambos propósitos en la propuesta de reforma de educación básica, el más reiterativo es el referido a los retos de la globalización económica, quedando en segundo término el ideal democrático y cultural.

Culturalmente, como bien lo expresa Carlos Fuentes, los mexicanos tenemos raíces muy fuertes, sin embargo, en cuestión de cultura popular, los medios de entretenimiento y de difusión de estándares de consumo de países como Estados Unidos están mucho más fortalecidos, al igual que en riqueza intelectual y material; lo cual subraya la necesidad de que en México se enaltezcan sentimientos de pertenencia e identidad mexicana, solidaridad versus egoísmo, democracia y valores de nacionalidad. Todo un desafío que en especial los profesores deben afrontar, pero para ello requieren de una actitud crítica, no ortodoxa.

Cuando una propuesta se muestra impropia para la realidad a la que sirve, merece ser repensada y no asumirse tal cual. Reiteramos, nuestro interés no se dirige a detectar y cuestionar lo anómalo de la reforma de educación básica, lo que nos preocupa es la insistencia de los profesores en conducir a los niños en su estancia escolar como si fuera esta la antepuerta al mercado laboral, es decir, la inclinación del profesorado a cumplir con el cometido de la reforma de afrontar los avatares de la economía global. Ante ese panorama, la escuela se vislumbra como el espacio formador de educandos en competencias seleccionadas por la economía de mercado global. Crédulos, los profesores consideran benéfico el modelo de enseñanza basado en competencias, sin plena conciencia de las implicaciones de tal modelo (pensado para países desarrollados y asumido pasivamente por los países subdesarrollados). González (2017), con cierta ironía, refiere al Banco Mundial como creador de ese modelo “por competencias”, que se presenta como modelo educativo, pero cuyo trasfondo es eminentemente económico.

Más que nunca, en las escuelas primarias públicas se vuelven recurrentes los llamados de atención, y obstinación en que los niños terminen las actividades en tiempo y forma, como si se tratara de obreros o empleados asalariados. Para bien o para mal, los pequeñitos de hasta cinco años de edad ya reconocen la valía del tiempo, corren junto con sus padres para llegar puntuales a la escuela que cierra las puertas a los impuntuales en su afán de enseñarles la grandeza de la responsabilidad. Aunado a esto, se les apresura a culminar las actividades, a pesar del disfrute natural de ellos cuando colorean, leen o dibujan. Todo en pro de “terminar a tiempo el programa”.

Con grandilocuencia los profesores concluyen, creyendo beneficiar a los alumnos y beneficiarse a sí mismos; primero, porque la institución está pendiente de la culminación completa del programa; segundo, porque algunos profesores obtienen estímulo económico extra, siempre y cuando logren acabar el programa, y tercero, la sociedad y concretamente los papás, están alertas a que el maestro termine, ya que categóricamente presuponen que un buen maestro es aquel que logra finalizar a tiempo el programa escolar.

Ciertamente, como muchos intelectuales han argüido (Pansza, Pérez y Morán, 2013), la función del profesor se ha reducido a la de técnico ejecutor de programas construidos por otros que frecuentemente desconocen la realidad que se vive en las aulas, con niños diferentes a los de antaño, sí, pero con la misma esencia peculiar de la niñez: la naturaleza propia de un niño.[1]

Nuevamente desarticulemos estas ideas con el afán de no centrar todo en una sola mirada. En el nivel de educación básica generalmente los programas son proporcionados a los profesores, quienes deben implementarlos en las aulas. Ellos, con actitud sumisa o simulada los ejecutan (por ahora no vamos a fijarnos en los simuladores para concentrarnos en aquellos que aplican los programas como recomienda la reforma educativa de educación básica) casi compulsivamente, sin detectar los orígenes de dicha reforma y los intereses subyacentes en esta. Esa postura irreflexiva y acrítica no es yerro de ellos, sino de muchos elementos como: el discurso persuasivo de burócratas de la educación; falta de una buena formación docente fomentadora de espíritus reflexivos; la sociedad que los culpa de no educar bien; padres exigentes de que sus hijos aprueben (a veces en detrimento del aprendizaje), entre tantos más. Por supuesto, hay profesores lo suficientemente reflexivos y críticos que se salen de este marco y buscan creativamente mejoras en el proceso de formación.

Por ello, solamente la transformación de pensamiento permitirá frenar la regresión democrática que suscita, en todos los campos de la política, la expansión de la autoridad de los expertos, los especialistas en todo orden, lo que estrecha progresivamente la competencia de los ciudadanos, condenados a la aceptación ignorante de las decisiones de los que se supone que saben, pero que de hecho practican una inteligencia ciega, porque es parcelaria y abstracta, rompiendo el carácter global y la contextualidad de los problemas (Morin, 1997, en Galvani, 2010).

En síntesis, para poder comprender a los profesores y no únicamente debatirlos, necesariamente tenemos que recurrir al análisis de las dimensiones que intervienen en el quehacer docente: lo socio-institucional, lo interpersonal, lo didáctico-pedagógico y lo personal (Hernández, 2012). El maestro no es tan autónomo como suele suponerse, pues su tarea se advierte influenciada por demandas y exigencias socio-institucionales, por una didáctica que dicta preceptos de cómo enseñar, por el tipo de relaciones interpersonales que se entretejen en las instituciones, y por la persona del profesor (su género, edad, personalidad, apariencia, etcétera).

Lo anterior revela la necesidad de una adecuada formación docente, pero no dirigida desde lo técnico, lo prescripto, lo burocrático, sino desde la complejidad.

Retomando lo dicho en párrafos anteriores, las creencias del profesorado sobre la enseñanza y el aprendizaje están fuertemente influidas por la ascensión de las reformas sostenidas en un discurso casi axiomático y promisorio y, bajo esa directriz, conducen a la niñez.

La antinomia entre el niño y el adulto-maestro

Acatando los dictados de la reforma educativa, se manifiesta la preocupación, tanto en los padres de familia como en los profesores, de educar a los niños para que sean capaces de encarar las transformaciones sociales. Basta ver la insistencia de los primeros en que sus primogénitos tomen cursos que les provean de habilidades y conocimientos útiles para desempeñarse en el ámbito escolar y más adelante en el laboral.

Desconociendo todo lo que el niño realizó en la escuela, los padres lo llevan por la tarde a un curso y luego a otro. Si esos cursos son agradables para el pequeño, ¡qué bien!, de lo contrario, será lamentable, pues aun con desazón, el niño debe ir “por su propio beneficio”.

Con la certeza de que hacen lo correcto, los padres no notan la apariencia cansada del semblante de sus hijos, cada vez más semejante al de los adultos, ni el caminar ansioso por la constante premura del tiempo, la ausencia del juego y la insuficiente muestra de afecto por abandonarlos por largas horas, entre tantos más.

Los padres, orgullosos, se ven proyectados en sus hijos; eso es lo que ellos quisieron hacer y no pudieron (quizás por su precaria economía o por el desinterés de sus padres), sin detenerse a pensar si eso es lo que sus hijos realmente desean.

Parecen no importar las exiguas horas que tengan para la convivencia familiar, el intercambio, dormir, e incluso para comer apaciblemente. Ante esto, con seguridad afirmarán que “todo es cuestión de organización”. Su lógica es razonable, pero, ¿y la del niño?, ¿cuál es la lógica del niño ante este escenario?

Como defendía Rousseau en Emilio, o de la educación, un niño es un ser sustancialmente distinto al adulto y sujeto a sus propias leyes y evolución; el niño no es un animal ni un hombre, es un niño.

Pero, al igual que los profesores, los padres no son culpables de ir en contra de la naturaleza del niño al imponer lo que la sociedad espera, que, como sostuvimos, se trata de una economía de mercado global, la que perfila la tipología de características de los educandos. ¿Qué otra alternativa tienen los papás?

Parece ser que en pleno siglo XXI el sentido durkheimniano de la educación sigue vigente: los padres deben fijarse en su grupo social para educar a sus hijos como sujetos adaptados y nómicos al sistema, ya que si lo hicieran de otro modo, la misma sociedad les rechazaría. Por su parte, los profesores deben educar como la sociedad dictamina, siendo la reforma educativa el documento que congrega los fines sociales.

Quizá la intencionalidad primordial del enfoque durkheimniano es integrar al ser anómico/asocial a una sociedad moral y armónica, benéfica para todos y no solo para algunos; sin embargo, no logra develar los significados ocultos de la socialización positivista/funcionalista, puesto que la educación no está respondiendo realmente a los objetivos de una sociedad como un todo, sino solamente atiende a los de un pequeño grupo de la sociedad globalizadora capitalista, las grandes corporaciones multinacionales que controlan el estilo de vida de los ciudadanos mediante repetidos mensajes en propagandas, anuncios, comerciales, etc. En ese sentido, la familia y la escuela se conforman en espacios reproductores de ideología de mercado.

De esa manera, no son fortuitos los discursos elocuentes sobre educar bajo un paradigma diferente al tradicional que asegure aprendizajes significativos, educandos competentes. Empero, bajo la elocuencia se esconde un verdadero sentido, formar en competencias para producir un bien o para servir con efectividad a la empresa global. Tal vez el beneficio sea mutuo, es decir, que el bien sea para el individuo y para la empresa; ello habría que analizarlo meticulosamente.

En la actualidad, el ser humano se ve constantemente sometido a un descarriado ritmo de trabajo, con múltiples actividades por hacer ante una burocracia imparable que lo subsume, al grado de conducirle a relegar la atención a su persona para otro momento (se prorrogan las vacaciones, la visita al médico, los paseos, los ejercicios...). Esa es nuestra vida, la vida del citadino que delega a sus hijos a instituciones e institutrices o, en el peor de los casos, a vecinos que no se conocen a fondo, por no contar con tiempo para atenderlos. Ciudadanos que ganan más pero nunca será suficiente, que para obtener mejores salarios y puestos deben competir con los otros, “mostrar ser mejores laboralmente o inclusive corruptamente”. No deseamos caer en el dramatismo, existen excepciones, pero generalmente lo anterior se percibe con mayor frecuencia. Al respecto, vale la pena preguntarse si ese contexto es el que queremos para la niñez.

La escuela como microsistema del gran sistema social, es un reflejo de este, que en palabras de Luhman y Schorr (1993) marcha autopoieticamente [2] por la función que ha desempeñado a través de la doble función: codificación y programación. En los documentos, las reformas, planes y programas escolares se establecen reglas; los fines, objetivos y metas aparentemente son explícitos, se esclarece hacia dónde y cómo se desea formar a los nuevos educandos (eso compete a la programación). No obstante, existe un código binario que hace de la comunicación algo contingente, que no se encuentra en los documentos; ese código proviene de la selección social, esto es, de la adscripción de posiciones dentro y fuera del sistema social.

El sistema social es excluyente, por lo tanto, el sistema escolar excluye, rechaza, pero esa exclusión debe ser sutil, disfrazada; por eso los valores del código son definidos en términos abstractos.

El código suministra la estructura para la contingencia del sistema; los programas ofrecen la base para saber qué puede aceptarse en un sistema como comportamiento correcto bajo la condición fijada en su código [Luhman y Schorr, 1993, p. 24].

En ese orden de ideas, los profesores no son conscientes de que discriminan constantemente a los niños que no desarrollan las competencias programadas, suministradas por un código binario excluyente. El código puede tener un valor positivo, pero también negativo, puede beneficiar o no a los educandos. Verbigracia, hay niños que ante la competencia con sus compañeros por terminar rápido las actividades, se bloquean y no actúan con la rapidez requerida. Otros, cuya personalidad es introvertida, sienten temor de hablar en las aulas, a pesar de conocer perfectamente los temas, en fin.

Los profesores consciente e inconscientemente excluyen, marcan diferencias notables entre lo que consideran bueno y malo. Los educandos son sometidos a las mismas actividades y a los mismos ritmos de trabajo, sin considerarse sus diferencias. También, en atención a las competencias, los enseñantes encargan tareas laboriosas a los niños de primaria, tareas que frecuentemente terminan haciendo los papás por la dificultad que estriban. Un niño cuya edad oscila entre seis y ocho años [3] aún no es capaz de hacer anuncios o maquetas bien elaboradas; eso lo sabe el profesor, pero paradójicamente califica con mayor nota el trabajo cuya elaboración por un adulto es evidente.

No es nuestro cometido cuestionar de lleno al enfoque por competencias, pero inquieta la forma en que se aplica en las aulas, sin un buen conocimiento de este y sin un análisis exhaustivo de sus implicaciones. Competencia no es lo mismo que competición, y generalmente lo que se hace en la escuela es lo segundo; eso se lee en el código binario y abstracto de la reforma educativa, lectura que pocos son capaces de hacer.

“Más tarea” adquiere valía para los maestros y los papás, incluso en el nivel preescolar, cuando se sabe que evolutivamente el niño tiene otros intereses y necesidades. Ese nivel se creó, principalmente, para que el pequeño socialice y desarrolle sus destrezas psicomotoras, no para aprender a leer ni a escribir; empero, los papás cuestionan a los centros de educación preescolar donde “solo se juega”, ignorando que justamente para eso se crearon, y sobre todo que mediante el juego se aprende. Jugar no es ninguna pérdida de tiempo, jamás en sus vidas estarán más ocupados y felices.

Irremisiblemente, maestros y papás, en su afán por moldear a los niños como sujetos responsables, capaces, comprometidos... trastocan su naturaleza, cuando esas y otras cualidades se aprenden, pero mesuradamente y con ejemplos. ¿Cómo pedirle a un niño que apenas ingresa a la primaria que se responsabilice de recordar y llevar la tarea, si no ha tenido ningún acercamiento con la lectoescritura? ¿Cómo obligarle a no levantarse de su asiento por horas, cuando su naturaleza lo obliga a moverse? ¿Cómo solicitarle que copie rápido y bien si aún no adquiere destreza motora fina?

Maestros y padres de familia, en coherencia con el enfoque de competencias, están atentos a los avances de los niños; “ganar tiempo” se vuelve casi un eslogan. De hecho, por ello es vendible la idea de estimulación temprana. Para Rousseau la regla más importante, más útil y más grande de cualquier educación no es ganar tiempo, sino perderlo.

De lo que se trata no es de dejar que el niño se pase el tiempo en el ocio, sino de respetar su propia naturaleza, no obstaculizar, perturbar o acelerar su proceso natural de maduración y actividades espontáneas (Rousseau, 1981).

Los niños no son pasivos, son activos y viven felices sumergidos en su mundo creado por el juego, en el que manifiestan notable inteligencia y acción. Ciertamente, jamás estarán tan ocupados y felices como ahora. ¿Es justo adentrarlos arbitrariamente al mundo de los adultos?

Aprendiendo a detestar la escuela

El primer día de clases es impactante para la mayoría de los pequeños. Felices se presentan, con sus nuevos útiles y uniformes, frente a una gran escuela que les aguarda. Todo lo ven enorme, incluyendo al maestro, al aula y al pizarrón. Inquietos esperan las órdenes (en casa les dijeron “haz lo que el maestro te diga”), al mismo tiempo que charlan con un compañerito igual de impaciente. Eso amerita la primera llamada de atención del enseñante; en adelante habrá más, ya que los niños acostumbran levantarse de sus asientos y distraerse.

De acuerdo con el discurso de la reforma educativa, especialmente del nivel básico, la educación formal ha mejorado, ya que se evita el uso de métodos tradicionales; la enseñanza se centra en el estudiante, se innovan las estrategias y los recursos didácticos, entre tantas acciones más. Sin embargo, la realidad muestra incongruencias latentes. Los profesores de escuelas públicas (incluso también algunos de escuelas privadas) aún consideran como buen alumno a aquel que no se mueve de su lugar, acata órdenes, no platica; en concreto: “tiene buena conducta”. Desestiman comportamientos propios de la naturaleza de un niño como la curiosidad, actividad e impulsividad, cuando el desasosiego de cualquier profesor, de preescolar y de primaria, debería dirigirse hacia los pequeños introvertidos, pasivos, timoratos, pues no son normales en un niño sano esas características, así como el estatismo y el retraimiento.

Obligar a un niño a permanecer sentado por horas y solo escuchando, es una arremetida justamente hacia su propia naturaleza. Por ello, se sostiene que la escuela poco ha cambiado; quizás se ha innovado algo, pero el paradigma con el que fue educado el maestro impide su implementación.

Como se sostuvo, los cambios que se expresan en la reforma ameritan ser revisados, verbigracia, el enfoque de competencias y su uso en las aulas.

Cambio, reforma e innovación son conceptos reiterativos en el discurso educativo, a veces empleados como sinónimos, sin embargo, tienen matices diferentes. El término “innovación” se utiliza para designar una mejora con relación a un método, estrategias de enseñanza, materiales, etcétera; pero la mejora por sí sola puede, o no, ser innovación. No siempre lo nuevo es lo mejor (Barrazas, 2005).

La palabra “innovación” se deriva del latín innovare, que significa transformar, convertir algo en nuevo para producir cambio. Así, transformar, innovar y cambiar constituyen los tres componentes léxicos que instituyen el término y orientan su significado a la incorporación de algo nuevo (Sánchez, 2005).

Por su parte, la reforma significa, desde su acepción etimológica, volver a formar, rehacer, reparar, restaurar, componer, lo cual supone echar un vistazo a lo anterior, tomar lo mejor y poner en marcha nuevas propuestas. Dichas propuestas pueden estar bien estructuradas, empero no son cristalizadas en las aulas por diversas circunstancias, de manera que los cambios no se dan.

Aquí es necesario recuperar la idea del código binario de programación y codificación, para cuestionar qué, para qué y por qué se debe cambiar algo. Ese cuestionamiento llevará a dilucidar que lo expuesto como nuevo discurso educativo es retomado de educadores de siglos pasados, y continúa vigente para este. Entonces, ¿qué se ha cambiado, si Comenio ya en el siglo XVI hablaba de trascender la esfera de conocimientos y formar a los educandos en saberes, con habilidades y actitudes para enfrentar la vida? (de hecho, eso lo retoma la UNESCO y Jacques Delors lo comprime en los cuatro pilares de la educación).

Dewey, entre otros, proponía una enseñanza pragmática, activa, centrada en los intereses y necesidades de los educandos.

Cuando el niño empieza su escolaridad, lleva en sí cuatro impulsos innatos –el de comunicar, el de construir, el de indagar y el de expresarse de forma más precisa– que constituyen los recursos naturales, el capital para invertir, de cuyo ejercicio depende el crecimiento activo del niño (Dewey, 1899, p. 30).

El niño también lleva consigo saberes, intereses y experiencias de su hogar y del entorno en que vive; así, el maestro tiene el deber de aprovecharlos y utilizarlos para aprender lo nuevo. A esto hoy los constructivistas le llaman “conocimientos previos”, y a la acción del maestro “andamiaje”.

Sin embargo, tampoco es nuestra intención adentrarnos en analizar lo retomado de los pedagogos de antaño, ya que no terminaríamos. A pesar de los intentos de la reforma, todavía prevalecen en la educación formal muchos elementos del modelo tradicional y del conductismo; predomina el aprendizaje como recepción de conocimientos; se condicionan y moldean conductas; se premia y castiga... Teóricamente se enaltece el paidocentrismo, al fomentar la participación de los niños; no obstante, continúa la figura del maestro guía, conocedor de los senderos del conocimiento y hacia estos conduce a sus alumnos. Los conocimientos continúan exponiéndose como verdades absolutas. “La escuela permanece ciega ante lo que es el conocimiento humano, sus disposiciones, sus imperfecciones, sus dificultades, sus tendencias tanto al error como a la ilusión, y no se preocupa en absoluto por hacer conocer lo que es conocer” (Morin, 2001, p. 1).

A los niños se les presenta la ciencia como hecha, estática, absoluta, inamovible, y no se les enseña a cuestionar, a investigar; al contrario, se fortalece el uso de la memoria, la repetición de eventos, recordatorio de fechas, importantes quizás para la racionalidad, pero no se enseñan de manera lúdica para que adquieran sentido en los niños.

Indagar es un potencial palmario en los niños, el cual es minado por el determinismo y reduccionismo de las explicaciones de los profesores, como si solo existiera una forma de llegar al resultado, de responder, de conocer...

Hasta en cosas banales surge la obstinación del maestro por el orden y el deber; señala cómo deben pintarse los objetos y animales, qué colores usar y cuáles no, cómo responder a las interrogantes del libro... al grado de apaciguar paulatinamente la creatividad natural de un niño.

En su paso por la primaria, el niño aprendió muy bien, sí, a esperar instrucciones, escuchar atento cómo hacer las cosas, no adelantarse porque puede “equivocarse”, no contradecir al maestro ni a los libros, contestar como el maestro espera...

Ante ese escenario, si Freinet reviviera, observaría con desconsuelo que sus esfuerzos pedagógicos fueron estériles, pues en el discurso se habla de una enseñanza centrada en el alumno concebido como dinámico, activo, creativo, constructivista, etcétera, pero en los hechos sigue siendo tratado igual que los niños de siglos pasados. Los educandos terminan por expeler contenidos escolares en automático, pero sin sentido vital.

La alegría original del niño, expresada con sonrisas espontáneas, termina por desvanecerse. Antes de su ingreso escolar leía por complacencia, dibujaba, recortaba, amasaba plastilina, creaba personajes imaginarios... todo por placer; ahora lo realiza con desdén, pesadez, por obligación, pero no por gusto. En su cabecita se asientan varias dudas. ¿Por qué sus padres le dan tanta importancia a la escuela, por qué el nerviosismo para llegar a tiempo, llevar todas las tareas como los maestros las requieren, por qué no jugar ni plantear dudas al profesor?

A diferencia de los adolescentes, un niño es impulsado por “el deseo innato del bienestar” y por la tendencia a la “propia conservación”. La curiosidad debe enlazarse a estos móviles, es decir, aprovecharse, no socavarse. Para Rousseau, la regla de “perder tiempo” vale hasta los doce años de edad, cuando ya despliegan una atención más prolongada y persistente sobre los fenómenos, impulsados por el sentido de la utilidad. Quizás sin quererlo, al niño se le enseña a detestar a la escuela, así como muchos adultos aborrecen su trabajo, levantarse temprano, hacer tareas; pero el niño no es un adulto.

Por lo tanto, nada de tareas abstractas, nada de excesivas preocupaciones por el futuro, mejor será poner el empeño posible para que el niño disfrute de su niñez, sin dejarse llevar del necio prejuicio según el cual, de esa forma, dedicaría sus primeros años “a no hacer nada”. ¡Cómo! ¿Es nada ser feliz? ¿Nada jugar, saltar, correr todo el día? En su vida volverá a estar tan ocupado [Rousseau, 1981, p. 78].

Conclusiones

Las incertidumbres motoras de este devenir reflexivo, lejos de llevarnos a resoluciones tangibles, generaron nuevos dilemas. La escuela como agencia encargada de la educación formal fue creada para la transmisión y perpetuación del legado cultural de una sociedad. Empero, desde su institucionalización ha sido puesta en tela de juicio por innumerables intelectuales, que en síntesis se pueden dividir en dos contiendas: por una parte están los defensores del bienestar de la sociedad, y por otra, aquellos que abogan por los intereses y necesidades del niño. El debate parece imperecedero, justamente porque no han podido conciliar ambas querellas. Los primeros se ofuscan en adentrar de inmediato a los niños a la vida de los adultos e irlos moldeando, ya que las necesidades y exigencias sociales son básicas. Los segundos, en defensa del niño, evaden lo rescatable de los postulados de sus contrincantes, y viceversa.

En la realidad, es compleja la conciliación de diferentes pensamientos y ello ha sido pábulo de múltiples problemas entre los humanos. La pretensión de buscar verdades absolutas nulifica cualquier acuerdo. Ningún postulado puede aceptarse cuando se consideran elementos por separado y no como un todo entretejido, el efecto hologramático: la parte está en el todo, como el todo en la parte.

Al respecto, es posible percibir a la reforma de educación básica como un documento mediador entre las dos posturas, ya que por un lado responde a los fines sociales, económicos, políticos, etc., y por otro reconoce los intereses, necesidades y experiencias de los educandos. No obstante, por todo lo analizado, nos es dado afirmar que lo prioritario sigue siendo el primer aspecto, principalmente encarar los desafíos de la economía global que exige competitividad, educandos con conocimientos, aptitudes y actitudes, capaces de afrontar los retos mundiales. A partir de esos considerandos, se ofrece atención al aprendizaje de los niños, pero como una forma de garantizar que se logre el primer cometido.

Sobre esto último giró nuestro devenir reflexivo: con el sustento de las teorías de aprendizaje centradas en el educando, se suaviza la intención subyacente de la reforma, formarlos para que sean competentes, aprendan rápido, adquieran destrezas, conocimientos y actitudes propositivas, para la vida social. Se vislumbra una paradoja innegable entre lo que busca la reforma, la manera en que se enseña y el innatismo del niño.

Maestros y padres de familia, determinados por lo que la sociedad exige, alistan a los niños hacia las formas de vida suscitadas por la economía de mercado, menoscabando la naturaleza propia de los pequeños.

De esa manera, los niños adquieren cierta animadversión hacia la escolarización, que se observa cuando algunos son llevados a la escuela casi a rastras por sus tutores, presentan resistencia hacia la realización de las tareas, muestran comportamientos negativos (agresividad, indolencia, excesiva timidez, entre otros). Por supuesto, estas conductas ameritan un análisis exhaustivo, pero de inicio permitieron admitir que, quizás sin desearlo, se le ha enseñado a los niños a detestar la escuela. Antes de su ingreso el niño deseaba con ansias asistir; una vez adentro su anhelo es salir. No todos los pequeños muestran animadversión hacia la escuela, pero muchos sí.

Como se expuso, son numerosos los aspectos que se entrelazan para poder explicar y dilucidar el problema del resentimiento de los pequeños hacia la escuela. Sin embargo, actualmente el más perceptible radica en la insistencia de padres y maestros de introducir al niño al mundo de los adultos, el afán de irlos moldeando para que adquieran las competencias que requiere la economía de mercado, socavando su innatismo, como la curiosidad, la impulsividad y el juego.

En vez de valerse de esas tipificaciones naturales de los niños, el maestro tiende a desconocerlas o evadirlas; verbigracia, el deseo de experimentar, de conocer, preguntar: “El impulso que experimenta el niño de saber es tan natural y extensivo que no sufre ni un ápice de vergüenza o de duda en expresarlo” (Pullas, en Hernández, 2014, p. 88).

Para un adulto es vergonzoso no saber, para un niño no, pues su naturaleza lo mantiene ávido por conocer e interrogar. No obstante, el papel del maestro continúa siendo el de mero transmisor de conocimientos, concebidos como verdades absolutas e inamovibles, las cuales no adquieren sentido significativo vital en los niños, justamente por los métodos de enseñanza, pero sobre todo, por la actitud del profesorado.

El cometido primordial del maestro no debe ser que los niños aprendan la ciencia bajo los cánones positivistas; se trata de que adquieran el gusto para apreciarla, buscar métodos de enseñanza centrados en los deleites e intereses de los educandos, cultivar su curiosidad y dinamismo innatos. Si eso se logra, los niños aprenderán por complacencia y con amenidad. Para ellos aprender es fácil, siempre lo están haciendo porque esa es su naturaleza.

No se trata de fomentar el ocio en los niños, sino de valerse de sus tipificaciones para que aprendan contenidos escolares, desarrollen más habilidades y actitudes propositivas para vivir y convivir con los otros. Si su curiosidad es innata, realcémosla, no la nulifiquemos con nuestra impaciencia ante sus incesantes preguntas. Si jugar es importante para ellos, porque jugar les hace felices, empleémoslo, jugando se aprende mejor. De ese modo, ellos no verán el aprendizaje de los contenidos como imposiciones arbitrarias; valgámonos de lo que saben... Conocerlos para ser empáticos con ellos debe ser una obligación de todo profesor, así como la reflexión del porqué se enseñan determinados contendidos, por qué y para qué la inserción de cambios curriculares. Por eso se sostuvo a lo largo del ensayo que es necesaria la formación del profesorado, pero no bajo el paradigma técnico, sino cobijada por el enfoque de la complejidad. Dicho enfoque o pensamiento es una estrategia imprescindible para dialogar con la complejidad de la realidad o realidades diferentes. ¡Vaya que el reto es enorme!

Referencias

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Notas

[1] En adelante se utilizará “niño” para referirme a niños y niñas; “papás” integra a mamá y papá , e “hijos”, a hijas también. Cuando se usa la noción de “maestro”, nos referimos a maestros y maestras.
[2] Aunque Maturana (2015) cuestionara a Luhman la imposibilidad de que su concepto de autopoiesis se implementara a los fenómenos sociales, pues solo se puede hablar de autopoiesis molecular, la noción de Luhman de codificación y programación sustenta bien nuestras ideas.
[3] Al ingresar a la primaria e incluso, casi por terminarla, el niño se ubica en la etapa de desarrollo denominada “operaciones concretas” (Piaget, 1991), y por su poca experiencia y pericia con la escritura, todavía le cuesta hacer trazos finos.

Notas de autor

* Se encuentra adscrita al Instituto de Investigaciones y Estudios Superiores Económicos y Sociales de la UV. Es coordinadora y profesora del doctorado en Investigaciones Económicas y Sociales. Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación. Tiene reconocimiento al perfil PRODEP y del Sistema Nacional de Investigadores. Es integrante de la Red AbyAyala y del Cuerpo Académico Estudios en Educación. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran los libros Narrativas de profesores de educación superior: experiencias, acciones y sentires ante la pandemia COVID-19 y Relatos autobiográficos de Cuerpos Académicos. Oscilaciones en el camino hacia la trascendencia.
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