Ensayos

Breve aproximación al concepto de analfabetismo funcional como determinación deficiente de un problema educativo fundamental

Brief approach to the concept of functional illiteracy as a poor determination of a fundamental educational problem

Ramón Manuel Pérez Martínez *
Universidad Autónoma de San Luis Potosí, México

Breve aproximación al concepto de analfabetismo funcional como determinación deficiente de un problema educativo fundamental

IE Revista de Investigación Educativa de la REDIECH, vol. 13, e1442, 2022

Red de Investigadores Educativos Chihuahua A. C.

Algunos derechos reservados

Recepción: 10 Noviembre 2021

Aprobación: 11 Noviembre 2022

Publicación: 29 Noviembre 2022

Resumen: El analfabetismo es un problema complejo cuya comprensión y efectos atraviesan varias dimensiones: económica, social, política y, por supuesto, cultural. Se trata de un problema que ha merecido atención sostenida por lo menos desde mediados del siglo XX, aunque su concepción como problema económico ha sido dominante en las políticas diseñadas para su solución; un problema económico visto desde un razonamiento por indicadores y con fundamento en la teoría del capital humano. Es verdad que el analfabetismo tiene consecuencias negativas en la productividad, la tasa de participación laboral y la oferta laboral, e incluso que constituye uno de los pilares de la desigualdad social, sin embargo, una perspectiva exclusivamente económica termina por condicionar la comprensión del problema reduciendo su complejidad y poniendo con ello en riesgo su solución. Por ello, aquí consideramos al analfabetismo un problema complejo cuya determinación debe pasar por una crítica de las definiciones de política pública desde las cuales se ha intentado confrontarlo, con el fin de sentar las bases de una perspectiva amplia que considere no solo las muchas implicaciones perniciosas que el analfabetismo tiene, sino también las enormes oportunidades culturales y de liberación que la alfabetización significa.

Palabras clave: Analfabetismo funcional, complejidad, política educativa.

Abstract: Functional illiteracy is a complex problem whose understanding and effects go through several dimensions: economic, social, political and, of course, cultural. It is a problem that has deserved sustained attention since the mid-twentieth century, although its conception as an economic problem has been dominant in the policies designed for its solution; an economic problem seen from a reasoning by indicators and based on the theory of human capital. It is true that illiteracy has negative consequences on productivity, the labour participation rate and labour supply, and even that it constitutes one of the pillars of economic inequality, however, an exclusively economic perspective ends up conditioning the understanding of the problem by reducing its complexity and thus putting its solution at risk. For this reason, here we consider illiteracy a complex problem whose determination must go through a critique of the definitions of public policy from which an attempt has been made to confront it, in order to lay the basis for a broad perspective that considers not only the many pernicious implications that illiteracy has, but also the enormous cultural and liberation opportunities that literacy means.

Keywords: Functional illiteracy, complexity, educational policy.

Introducción

El analfabetismo es un problema cuya comprensión y efectos atraviesan varias dimensiones: económica, social, política y, por supuesto, una dimensión cultural. Se trata de un problema que ha merecido atención sostenida desde por lo menos mediados del siglo XX, cuando se comenzaron a plantear soluciones coordinadas a nivel mundial, sobre todo en función del reconocimiento de la existencia de lo que el poeta Pedro Salinas (1948) llamó “neo-analfabetismo”:

…la necesidad de reconocer y acusar la existencia, como especie, de un tipo que yo denomino como neo-analfabeto, que libertado del tártaro del no saber leer no ha ascendido a las claras esferas del leer y se columpia como el alma de Gariby por los limbos intermedios. […] Un analfabeto que convendría titular impuro, contrahecho, artificial, criatura de la educación moderna, que se alza, sin darse él cuenta, frente a ella, como el máximo acusador de sus fallas. Dado que sabe leer, y que, sin embargo, sigue siendo humanamente analfabeto, le denomino neo-analfabeto [Salinas, 2002, p. 41].

¿Cómo era posible que poblaciones cuya alfabetización había sido ya consignada estadísticamente fueran incapaces de ejercer dicha alfabetización? ¿Dónde estaba el problema? ¿Dónde estaba la solución? Los primeros intentos definitorios giraban alrededor de la incapacidad de una persona “alfabetizada” para utilizar sus habilidades de lectura, escritura y cálculo de forma eficiente; con base en ello se articularon ambiciosos programas internacionales para “erradicarlo”, sin conseguirlo, evidentemente. Una de las explicaciones del fracaso en la “erradicación” del analfabetismo podría residir en el hecho de que, a pesar de su complejidad, una concepción simple, como problema económico, ha sido dominante en las políticas diseñadas para su solución. Aquí se pretende revisar con perspectiva histórica el concepto de “analfabetismo funcional” como determinación del problema que ha surgido del fracaso de los planes alfabetizadores guiados por perspectivas desarrollistas; se ofrecen, además, elementos para una comprensión compleja del problema y una aproximación literaria que podría coadyuvar a su comprensión cabal.

En algunas teorías económicas sobre el crecimiento surgidas a mediados del siglo XX se comenzó a usar el concepto de “capital humano” para designar un factor de producción vinculado a la formación educativa del trabajador; un concepto desarrollista que a la postre subordinó la educación al capital: “la teoría del capital humano parte de la hipótesis de que la educación es una inversión que produce ingresos en el futuro. Las diferencias en la productividad derivadas de la mayor educación se verían reflejadas en diferenciales de productividad y salarios” (Martínez et al., 2014, p. 17). Es una concepción nacida en los años sesenta, con planteamientos como los de Schultz (1960) o Becker (1964), continuados por Mincer (1974) o Pscacharopoulos y Velez (1992). Así, desde un razonamiento por indicadores y con fundamento en la teoría del capital humano, se consideró que el analfabetismo funcional y el bajo nivel educativo tenían “impactos” directos sobre la productividad, la tasa de participación laboral, la fecundidad y la oferta laboral. Desde estos planteamientos también se comprendió que padres analfabetos o con poca educación influirían negativamente sobre el nivel de remuneraciones esperadas de sus hijos.

Es verdad que el analfabetismo funcional tiene consecuencias negativas desde el punto de vista económico, e incluso se debe aceptar que el mismo constituye uno de los pilares de la desigualdad, sobre todo si consideramos la existencia de una mutua relación causal entre pobreza y analfabetismo: la pobreza como condición de perpetuación del analfabetismo y el analfabetismo como facilitador de una vulnerabilidad económica capaz de reproducirse y heredarse (Behrman y Birdsall, 1983; Card y Krueger, 1992; Bedi, 1997); sin embargo, por esta vía no ha sido posible llegar a una definición capaz de dar cuenta de la complejidad del fenómeno, sino acaso a la determinación de sus causas multifactoriales, aunque privilegiando una lectura socioeconómica, como si no se tratase además de un problema cultural y de aprendizaje, uno que implica también (y tal vez sobre todo) una relación individual con una habilidad y herramienta cultural fundamental.

Por ello aquí proponemos considerar al analfabetismo funcional un problema complejo, cuya determinación debe pasar por una crítica de las definiciones desde las cuales se ha intentado comprenderlo; porque la propia concepción economicista del problema, anclada todavía al desarrollismo, ha subordinando la alfabetización a una “funcionalidad” determinada, creando con ello el falso problema que implica la concepción de que la alfabetización a secas se cumple con la simple adquisición de la capacidad de descifrar el código alfabético. Pretendemos superar cualquier concepto anclado al cumplimiento estadístico de metas cuantificables, diseñadas para acreditar éxitos en programas educativos, porque estos optimismos iniciales suelen ser derrotados cuando la estadística es contradicha por la obstinada realidad de que la alfabetización en realidad no se practica y, por tanto, no contribuye a los objetivos económicos predeterminados; entonces la educación es lamentablemente conducida a las políticas remediales que oscurecen el panorama e inhiben la formación de conciencia crítica respecto al problema inicial: no se forman lectores.

Sobre el pensamiento complejo

La novedad de los planteamientos “complejos”, nacidos en el seno de las ciencias exactas, descansa en su oposición al reduccionismo y a la especialización a los que la ciencia empírica se condujo una vez que se alineó a los objetivos materiales del capitalismo; sin embargo, se trata de una novedad aparente, pues ya los antiguos griegos habían tratado y resuelto, a su modo, estos asuntos, porque desde que se concibió el análisis como principio de conocimiento, ahí mismo lo reconocieron incompleto si no se acompañaba del procedimiento epistemológico opuesto: la síntesis. De modo que la ciencia inductiva frente a la que responde el pensamiento complejo es en realidad una evolución parcial e injusta del modelo clásico.

Una vieja fábula puede mostrar mejor esta perspectiva: caminaba un sabio occidental –digamos Aristóteles– por un verde prado, contemplando y estudiando el paisaje natural, cuando la soledad del páramo se rompe con la presencia de otro caminante, bien diferente en paso y vestimenta, cuyo sendero marcha justo en su dirección. Aristóteles detiene sus pasos junto a una roca bajo la cual nacía una hermosa flor, y ahí espera a su contraparte.

El otro caminante era Lao Tsé, quien también marchaba para conocer, aunque de muy diferente manera. Así, una vez presentados y Aristóteles enterado de que su interlocutor era un sabio proveniente del otro lado del mundo, deseó saber el modo de conocimiento de aquellos hombres distantes. Lao Tsé, prudente y amable, pidió a Aristóteles que primero le explicase su propio método de conocimiento, sus formas y sus estrategias, y le propuso que lo demostrara con el conocimiento de la flor que embellecía la piedra junto a ellos; la respuesta de Aristóteles fue una simple lección de análisis: como quien explica a un niño pequeño, el griego fue argumentando que, para conocer la flor, lo único que debía hacer era tomarla y descomponerla (literalmente) en sus partes constitutivas, así sabría que la flor está compuesta por un tallo, unas hojas, pétalos, cáliz, pistilo, etc., eso era la flor: un conjunto de elementos discriminables cuyo funcionamiento y propósito puede ser analizado, descompuesto.

Parecía una explicación redonda y completa, definitiva, pero Lao Tsé no hacía otra cosa que mirar compasivamente al orgulloso griego, y luego le indicó el pequeño problema que, a su juicio, este procedimiento epistemológico implicaba:

  1. —¡Ha matado usted la flor! –le dijo– así ya no la está conociendo, sino solo su cadáver.

    —Entonces muéstreme usted el modo a su juicio correcto de conocer –respondió Aristóteles un poco irritado.

    —Muy bien. Primero, dejo la flor en donde está, en donde es y donde florece, en el entorno justo en el que tiene sentido su “floridad”; luego me siento frente a ella y la contemplo, de día y de noche: miro las gotas de rocío que la cubren al amanecer, cómo abre sus pétalos al sol, cómo recibe en su seno a las laboriosas abejas y cómo juguetea con el viento de la tarde; duermo junto a ella las noches que sean necesarias, y sabré que la conozco cuando la vea en sueños, solo a partir de ahí podré decir algo significativo de esta flor, solo desde ahí podré conocerla.

Por supuesto, este es un relato ficcional, no lo recogí de ninguna tradición oral o textual sino solo de la imaginación desordenada y de algunas lecturas dispersas, pero tiene pleno sentido como ilustración de la diferencia entre los métodos positivistas y los de campo integrado; lo que de paso expone también el carácter complejo de la literatura pues, como aquí se ve, un relato ficcional no es causa ni consecuencia necesaria de las realidades que describe y crea, sino ambas cosas a la vez: la construcción de un mundo holístico y ficcional que nos enseña no solo sobre el mundo real, sino sobre la propia ficcionalidad del mundo real. Por lo demás, tampoco es cierto ni justo tratar tan mal a Aristóteles, proponiéndolo aquí como un reduccionista recalcitrante, pues eso sería olvidar su propuesta “compleja” de la noción de causa, que Occidente ha simplificado absurda y groseramente.

Para Aristóteles, “causa” es “explicación”, una forma de conocimiento del mundo ya de sí compleja, pues tiene cuatro facetas: en primer lugar, la causa “eficiente”, que es la única que heredó el pensamiento científico positivista y que explica un evento por su antecedente (como la escultura explicada a partir del escultor, de su genio y de su estilo); en segundo lugar, la causa “material”, que explica el evento con base en su constitución interna (la escultura por la calidad del mármol); la causa “formal”, que lo explica por su forma y el modo en que ella participa en su entorno (la escultura en sí, su monumentalidad), y, finalmente, la causa “teleológica”, que explicaría el evento por su propósito o finalidad (la proyección estética de todo el hecho escultórico) (Aristóteles, 1995, pp. 54-55). Es decir, que la riquísima y compleja noción clásica de “causa” se ha empobrecido terriblemente, y que el determinismo fue un lamentable retroceso en el pensamiento científico occidental, como puede serlo (si nos descuidamos) suponer que el pensamiento complejo es una novedad de nuestro tiempo.

Sin embargo, la pertinencia de oponer ahora un pensamiento complejo a la hegemónica visión reduccionista y unicausal está, hoy como ayer, fuera de duda. Pues aunque es verdad que la ciencia inductiva ha reportado varios beneficios a la comprensión de nuestro entorno, sobre todo de carácter tecnológico, también lo es que el análisis sin la síntesis termina por alejarse realmente del espíritu científico para construir una perspectiva de explotación del mundo y del conocimiento sobre él. Porque, anclado en la vieja noción de sistemas, el pensamiento complejo aporta una perspectiva absolutamente necesaria para la comprensión de ciertos fenómenos, aquella perspectiva que supone que una de sus características esenciales “es el hecho de que constituyen colectivos en los que surgen propiedades al constituirse estos que no presentaban sus elementos aisladamente”, como afirma Joaquín González (2009, p. 243). Es decir, que una pared es más que la suma de sus ladrillos y que, de hecho, cada ladrillo puesto en la pared es más que un simple ladrillo, por función, propósito y naturaleza; como afirma Louis Mballa tratando el problema de la vulnerabilidad social desde esta perspectiva: “la teoría de la complejidad, indica que, a pesar de los avatares constitutivos de la vulnerabilidad social, los factores que la generan aun teniendo identidad propia cada uno, también tienen una identidad común porque están sujetas a sus reglas sustantivas” (Mballa, 2021, p. 4).

Del latín complexus (participio de complexi: abarcar, rodear, enlazar completamente), el adjetivo “complejo” refiere también a una posibilidad de pensamiento científico en constante y dialéctica relación con el análisis reduccionista, en el que la magnitud de una causa se corresponde con su efecto, mientras que, “por el contrario, en las ciencias de la complejidad, las funciones no lineales implican una incongruencia frecuentemente sorprendente entre la causa y su efecto” (Cárdenas y Rivas, 2004, p. 134); porque en medio de la excesiva especialización, los estudios generales pueden ser relevantes no solo por justicia intelectual sino como complemento necesario a una visión instrumental del mundo. Sin embargo, su lugar parece realmente marginal actualmente en los estudios sociales, aunque se trate de “un paradigma científico emergente que involucra un nuevo modo de hacer y entender la ciencia, extendiendo los límites y criterios de cientificidad, más allá de las fronteras de la ciencia moderna, ancladas sobre los principios rectores del mecanicismo, el reduccionismo y el determinismo” (Rodríguez y Leónidas, 2011).[1]

De este modo, el estudio del problema que nos ocupa: el analfabetismo funcional, precisa de un enfoque complejo para su comprensión ya desde el hecho de enmarcarse en una tarea educativa, más allá de las complejas implicaciones culturales y civilizatorias que la alfabetización significa, pues en definitiva todo aprendizaje es ya de sí un fenómeno complejo, multifactorial, multicausal, y con implicaciones poderosas y diversas en todo el espectro de la cultura y la vida humana. Un enfoque que debe nacer en la propia definición del problema que pretende comprender.

Hacia una definición compleja del analfabetismo funcional

Desde un punto de vista práctico, el analfabetismo y la alfabetización se han comprendido de un modo unidireccional y simple; comprensión circunscrita a compromisos económicos y de política pública. En rigor, el término “analfabetismo funcional” señala con precisión la dimensión que se encuentra más allá de la adquisición nominal de habilidades de lecto-escritura, al enfatizar la incapacidad de una persona para utilizar efectivamente dichas habilidades de lectura, escritura y cálculo de forma eficiente (UNESCO, 2017); pero tiene una falla esencial, pues la frontera entre las dos dimensiones señaladas (la del cumplimiento nominal de la habilidad de descifrar un código, y la de su cumplimiento ideal consistente en usar dicha habilidad de manera eficiente) es a nuestro juicio irreal e irrelevante, porque la alfabetización o es completa o no lo es: como saber jugar al futbol no consiste únicamente en el conocimiento de las reglas del juego, sino que precisa poner las mismas en práctica en un juego real, hasta dominarlas. Por ello, una perspectiva miope y centrada en la generación de riqueza como valor superior muy pronto perderá la perspectiva del enorme acto cultural que significa la alfabetización, para subordinarlo a condiciones no estrictamente relacionadas con el proceso de lecto-escritura.

El primer criterio definitorio de alfabetización dispuesto con el fin de guiar políticas educativas es sorprendente pero comprensible: el criterio de escolaridad. Antes de las primeras definiciones de la UNESCO, The Civilian Conservator Corps, un programa de ayuda laboral para jóvenes creado en los Estados Unidos durante la administración de Franklin D. Roosevelt (1933), determinó que el factor de identificación de lo que ya comenzó a llamar “analfabetismo funcional” sería el hecho de no haber cumplido los tres años de escolaridad, lo que indicaría la “incapacidad de ciertos individuos de hacer frente a las exigencias de la vida diaria” (Jiménez, 2005, p. 274).

Claramente, esta definición resultaba imprecisa y absurda, pues a la postre condujo a suponer que la sola escolarización sería solución suficiente al problema. Por ello, predeciblemente, la evolución conceptual de “alfabetización” se encaminaría a precisar en qué consistía efectivamente esa carencia evidente en adultos inhábiles, lo que trajo a lo que podemos llamar el criterio cultural, formulado en la Conferencia Internacional sobre Educación de Adultos de Elsinor (1949), en la que se consideró que una persona era funcionalmente alfabeta “cuando ha adquirido los conocimientos y las técnicas de lectura y escritura que la capacitan para emprender de modo efectivo todas las actividades en que se haya adoptado la alfabetización con normalidad a su cultura o grupo” (Wagner, 1990, p. 7).

Era un avance, sin duda, pues pasar del amplio espectro educativo a la identificación de una habilidad esencial es no solo un reconocimiento etimológico del problema, sino también un paso efectivo a su solución; lamentablemente, la estafeta fue recogida, en los años 60, por funcionarios que pensaban el mundo desde el criterio desarrollista ya descrito, mismo que determinó los programas alfabetizadores durante décadas. De este modo, en 1962 un comité internacional de expertos convocados por la UNESCO adoptó la siguiente definición:

Se considera alfabetizada a la persona que posee los conocimientos teóricos y prácticos fundamentales que le permiten emprender aquellas actividades en que la alfabetización es necesaria para la actuación eficaz en su grupo y comunidad, y que posee un dominio suficiente de la lectura, escritura y aritmética como para seguir utilizando los conocimientos adquiridos al servicio de su propio desarrollo y del de la comunidad [Infante y Letelier, 2013, p. 14].

Tautologías aparte, la inclusión de la aritmética en el espectro de la alfabetización es sin duda un acierto que recuerda los antiguos curricula de las “siete artes liberales”, que reconocían la esencialidad de dos disciplinas formadoras del criterio y del método en cada una de aquellas gruesas áreas del conocimiento: el trivium de artes dedicadas a la palabra, entre las que la gramática era el corazón, y el quadrivium de artes dedicadas al número, entre las que la aritmética era el eje (Capela, 2016).

En cualquier caso, estos primeros hallazgos involuntarios fueron rápidamente opacados por un particular sentido dado a la palabra “desarrollo” en los planes y discusiones posteriores, privilegiando el desarrollo económico: “el carácter dominante de la alfabetización funcional es el de dirigirse al hombre en el ejercicio de sus funciones –siendo la de productor una de las más importantes. La penetración en los medios de producción es la clave del éxito del programa” (UNESCO, 1970, p. 26; véase también Hamadache y Martin, 1986). Es verdad que una de las implicaciones negativas más importantes del analfabetismo funcional es que favorece la exclusión social y la desigualdad entre personas, como afirman Martínez, Trucco y Palma:

La probabilidad de exclusión social y económica de los adultos con menores niveles de alfabetización es creciente en el mundo actual. En la medida en que las tareas son más sofisticadas, las habilidades requeridas se complejizan. Los cambios en los tipos de empleo, que involucran mayor análisis y comunicación de información, y en la medida que la tecnología permea todos los aspectos de la vida cotidiana, se aumenta el riesgo de exclusión de las personas con habilidades lectoras y numéricas deficientes [2014, p. 20].

Se trata, efectivamente, de un problema gravísimo que pone en riesgo la propia sustentabilidad política de los pueblos, aunque su formulación para efectos de políticas públicas no precisa privilegiar el aspecto económico y la productividad vistas desde una economía de mercado:

Ya en 1969, por invitación del gobierno italiano, la UNESCO había organizado en Roma una mesa redonda con la participación de banqueros, empresarios y economistas, quienes reconocieron la importancia económica y social de la alfabetización como factor de aumento y desarrollo de la producción industrial, el comercio y la agricultura; ahí mismo recomendaron que “las empresas industriales y agrícolas modernas, así como los bancos nacionales, regionales o internacionales de diferentes categorías y los organismos especializados destinen una parte de sus recursos a la formación de los trabajadores y de los agricultores analfabetos” (UNESCO, 1970, p. 17). No se trata, por supuesto, de ningún despropósito desde el punto de vista económico, pero sí es una reducción de la perspectiva que no ha tenido las mejores consecuencias, y que más que al desarrollo de la persona humana parece encaminarse a la sola profesionalización laboral, “en relación directa con la adquisición de aptitudes profesionales y de conocimientos utilizables en un medio determinado” (UNESCO, 1970, p. 9; véase también UNESCO, 1965); es verdad que a partir de aquí se fueron construyendo definiciones cada vez más complejas y, en consecuencia, precisas, aunque todavía montadas sobre la noción de “funcionalidad”.

Afortunadamente, esos mismos años 70 vieron también el fortalecimiento de luchas sociales y de liberación nacional que otorgaron a la alfabetización una función importante en la toma de conciencia, tanto como en la construcción de sociedades liberadas; ello comenzó a reflejarse en los documentos programáticos y en discusiones cada vez más abiertas, como la Conferencia de Tokio (1972), que comenzó a cuestionar el criterio de funcionalidad o al menos a reconocer que la funcionalidad no podía ser un fin en sí misma (Infante y Letelier, 2013, p. 15). Perspectiva que se concretó en Persépolis, tres años después:

Así concebida, la alfabetización crea las condiciones para la adquisición de la conciencia crítica de las contradicciones de la sociedad en la cual el hombre vive y de sus objetivos; del mismo modo estimula su iniciativa y su participación en la creación de un proyecto capaz de desarrollarse en el mundo, de transformarlo y de definir los objetivos de un auténtico desarrollo humano. Debería abrir el camino para el dominio de las técnicas y de las relaciones humanas. La alfabetización no es un fin en sí misma. Es un derecho humano básico [“Declaración de Persépolis” [1975], en IIALM, 1977, p. 636].

Uno de los grandes impulsores del cambio de perspectiva fue Paulo Freire, quien vinculó la alfabetización con la liberación política y cultural de las personas, entendiendo el analfabetismo como problema político-moral de las sociedades, y la alfabetización como un medio por el cual los oprimidos pueden participar en la transformación de su propia circunstancia (Freire, 1973; Castillo y Cabrerizo, 2005, p. 288). De ahí en adelante se concedió a la alfabetización otra “funcionalidad”, un creciente prestigio como medio revolucionario y una concepción de la lectura que excedía los límites de la escritura, para alcanzar la lectura misma del mundo y sus contradicciones; se trata de una perspectiva que se asentó a finales de los 80, cuando fue presentado en Salamanca un documento en el que su autor, Luis Londoño, relacionaba el analfabetismo funcional con el trabajo, la cultura, la organización popular, la ciencia y la tecnología, así como con la democracia participativa (Londoño, 1990; Infante y Letelier, 2013, p. 28; Adiseshiah, 1975, p. 3).

Sin embargo, en las primeras dos décadas del presente siglo y milenio, en el marco del frenesí socio-económico y tecnológico que las ha caracterizado, hemos asistido a una auténtica dispersión conceptual de la alfabetización, al grado de que ya no define el acto de leer (cuál era su naturaleza etimológica), sino que se ha expandido a todo conocimiento codificado (como entendió en aquel primer momento el programa The Civilian Conservator Corps); de modo que ahora se conciben varias “alfabetizaciones”: digital, tecnológica, etc., terminando por identificar alfabetización con educación (Infante y Letelier, 2013, p. 17; Castillo y Cabrerizo, 2005, p. 287; Levine, 1982, p. 264), con lo que se pierde la oportunidad de fijar puntos de referencia y propósitos concretos y efectivos para su superación.

Por ello, el mismo término “analfabetismo funcional” debe ser puesto en la mira de un análisis conceptual y, por tanto, complejo. Por ejemplo, una pregunta pertinente en este punto sería: ¿A qué debería ser “funcional” la alfabetización? La respuesta ha ido cambiando al paso de los años; desde funcional a la producción y al consumo (Adiseshiah, 1990, p. 16), hasta funcional a la sociedad e incluso a la emancipación. Pero siempre funcional y pocas veces concebida en sí misma, con mayores atenciones al proceso que a los resultados. Con ello las soluciones se han mezclado peligrosamente con el problema, de modo que ahora resulta difícil discernir sus causas profundas, dificultad fundada entre el propio concepto definitorio y su operacionalización:

El concepto es complejo en significados y en dimensiones, al abarcar no sólo las capacidades de las personas sino también los contextos sociales que las condicionan y que inciden en su desarrollo o en su pérdida. Sin embargo, su medición se concentra en las capacidades o atributos de las personas (“habilidad para identificar, entender, interpretar, crear, comunicar y calcular, mediante el uso de materiales escritos e impresos, relacionados con distintos contextos” o tener cierto número de años de escolaridad), en desmedro de la evaluación de los entornos y contextos en los cuales los sujetos demuestran sus habilidades [Bujanda y Zúñiga, 2008, p. 36].

Es en este contexto ideológico en el que nace el propósito de “erradicar” el analfabetismo, como si se tratase de una enfermedad infecciosa; obsesión neoliberal que, además, falla al ignorar la dimensión liberadora que significa la lecto-escritura. Es decir, se asume estadísticamente que el sistema de alfabetización formal funciona, y que el problema es externo al proceso de enseñanza, por lo que se piensa en la “alfabetización funcional” como algo que debe conseguirse fuera y después de la escuela. Pero, ¿y si es el sistema escolarizado el que no ha funcionado? ¿Y si no hemos estado haciendo a lo largo de todas estas décadas un diagnóstico real sino una mera relación de síntomas?

Mejor camino nos parece el cultivo de una perspectiva amplia que considere no solo las muchas implicaciones perniciosas que el analfabetismo tiene (y no solo económicas), sino también las enormes oportunidades culturales y de liberación (personal y social) que la alfabetización significa. Por ejemplo, el analfabetismo funcional puede ser también considerado un problema de salud pública, pues se asocia a conductas de riesgo que implican mayores niveles de mortalidad, morbilidad y accidentabilidad (Dexter et al., 1998); se ha advertido ya la relación entre el nivel educativo de la madre y el nivel nutricional de sus hijos, e incluso con la tasa de mortalidad infantil (Desai y Soumya, 1998), así como el hecho de que no saber leer aumenta las posibilidades de asumir comportamientos sexuales de riesgo. De hecho, situaciones límite como la pandemia que actualmente sufrimos pueden revelar la relación que puede haber entre alfabetización y adopción de medidas de salud preventiva como las vacunaciones, los controles de salud, etc. Del mismo modo, el analfabetismo funcional parece favorecedor también de conductas delictivas, particularmente entre la población joven, al tratarse de un estado desde el cual se pueden obtener poquísimas posibilidades de desarrollo personal, lo que luego contribuye a la constitución de sociedades con menor grado de confianza en el otro, con menor cohesión y mayor exclusión social, menor autoestima y, en suma, menor ejercicio de derechos, como afirma la OCDE (2014).

En políticas públicas, como se sabe, la forma es fondo, de modo que no resulta poco significativo que abunden definiciones del fenómeno como un problema al tiempo en que escasean definiciones de la alfabetización como solución; es decir, del enorme espectro socio-cultural que implica el hecho de saber leer (o no saberlo) en una sociedad moderna, se ha elegido sistemáticamente el enfoque negativo, descuidando la posibilidad de centrarse en el asunto desde una perspectiva afirmativa. Ese es uno de los efectos del privilegio de lo económico en la concepción del analfabetismo.

Por ello, en nuestra opinión, una comprensión compleja de la alfabetización debería renunciar al adjetivo “funcional” y reconocerse simple y llanamente como completa o incompleta; del mismo modo, dicha comprensión debería desembocar en el desarrollo de los siguientes tres aspectos. En primer lugar, la definición misma del hecho, transitando desde su concepción como mero manejo de destrezas básicas para la lectura y la escritura, hasta la de un proceso continuo de adquisición de habilidades y conocimientos generales que parten de una destreza básica. En segundo, en cuanto al propósito de la alfabetización, superando la reducción de su funcionalidad a lo productivo y transitando con ello hacia una concepción que la relacione con el desarrollo cultural, comunitario y personal (Jiménez, 2005, p. 283). Finalmente, en cuanto al sujeto de la alfabetización (es decir, a quién deberían dirigirse las estrategias de solución), convendría pasar de una orientación a la alfabetización de personas individuales a una mayor relevancia dada al contexto en que se desarrolla el proceso de alfabetización, así como a sus consecuencias generales, colectivas.

Nuestra propuesta

Acá proponemos considerar el asunto en términos positivos e integrales, porque cuando no se hace énfasis en lo que se carece sino en lo que se podría hacer con la alfabetización, las definiciones operativas pueden tomar otros derroteros más saludables. Es decir, si bien es cierto que el analfabetismo propicia conductas de riesgo, también lo es que la alfabetización no solo las previene, sino que puede sacar a las personas de tal riesgo para transitar hacia su constitución como ciudadanos con plena participación social y política. Si la OCDE y la UNESCO reconocen que el analfabetismo puede estar asociado a sociedades con menor grado de confianza en el otro, resultando en una menor cohesión social, menor autoestima y, en suma, menor ejercicio de derechos (Martínez et al., 2014, p. 98; UNESCO, 2006, pp. 135-145), debe recordarse también la perspectiva opuesta: que el analfabetismo contribuye a la participación social y al ejercicio pleno de los derechos democráticos, como reconoce Nelly Stromquist: “Literacy is fundamental to informed decision-making, personal empowerment, active and passive participation in local and global social community” (Stromquist, 2008, p. 94).

Por ello, un enfoque exclusivamente remedial que atendiese el analfabetismo funcional solo como un problema nos haría perder de vista que la alfabetización es también condición básica para el desarrollo y felicidad de las personas, y uno de sus derechos fundamentales. De hecho, en el marco general del derecho a la educación, que ha sido ya reconocido como un derecho humano, la alfabetización debe ser reconocida también como uno de los derechos fundamentales de las personas, como propone la CEPAL: “el dominio de las competencias de lectura, escritura y cálculo constituye un derecho humano, base del ejercicio de los demás derechos y que, como tal, todas las personas, independientemente de su ubicación en la estructura social, deben tener acceso a él” (Infante y Letelier, 2013, p. 35), y la propia UNESCO:

La alfabetización es un proceso social, que se relaciona con la distribución de conocimiento dentro de la sociedad. Por lo mismo, se puede comprender como un derecho de las personas y un deber de las sociedades: no hay posibilidad de alcanzar una democracia efectiva, mientras gran parte de la población se mantenga fuera del acceso a la lengua escrita [UNESCO, 2012].

Es decir, proponemos en primer lugar el reconocimiento de la alfabetización como condición sine qua non del desarrollo y felicidad de los pueblos y, por tanto, consideramos necesaria una definición teórica y práctica anclada en los valores afirmativos de la alfabetización, no en sus utilidades remediales en términos sociales o, peor, en términos económicos exclusivamente.

En segundo lugar, nos oponemos a la concepción mecanicista de la alfabetización, que la supone mera enseñanza de una habilidad mensurable y registrable para las cuentas de la política pública; por el contrario, proponemos su consideración como herramienta fundamental de construcción de humanidad, herramienta en la que la imaginación hace parte esencial. Y es que, en nuestra opinión, el llamado analfabetismo funcional se mantiene, entre otras cosas, gracias a la ignorancia de las formas en que la imaginación se puede incorporar a prácticamente todos los propósitos didácticos, así como a la ignorancia del lugar que puede ocupar en la formación de visión y comprensión crítica del mundo; es decir, no siempre se tienen en cuenta las muchas oportunidades que ofrece la imaginación para consolidar la alfabetización y hacerla funcional, en parte debido a la deficiente formación literaria de muchos de nuestros profesores de educación básica, subordinados injustamente a una práctica pedagógica efectista que ha circunscrito la lectura a la mera obtención de información.

Se sabe que el esfuerzo de construcción de sentido que exige la lectura de un relato literario, por ejemplo, permite el ordenamiento de la experiencia por parte del lector, a partir de las categorías hermenéuticas usadas en dicha lectura; permite además una mejor y mayor comprensión de la lección, su fijación más prolongada en la memoria, así como su incorporación a una visión de mundo creativa y emancipadora. Y es que leer también puede significar para el lector descubrir que su vida es el recorrido de un personaje en un relato que lo trasciende, de modo que determinar las formas en que dicho relato se constituye (así como aquellas que constituyen al lector mismo como personaje) son actos que conducen a la posibilidad de descubrir también el propio lugar y el propósito en este constructo que llamamos “mundo real”.

Esta perspectiva, digamos “simbólica” de la alfabetización, supone romper también con la unidireccionalidad con que la pedagogía conductista entiende el aprendizaje, pues implica la constitución de un sujeto cognoscente activo y en poder de sus propios conocimientos; es decir, dueño de su curiosidad. Ya Emilia Ferreiro y Ana Teberosky nos mostraron al niño como sujeto de su propio conocimiento, como dueño de sus procesos, porque

además de los métodos, de los manuales, de los recursos didácticos, existe un sujeto que trata de adquirir conocimiento, que se plantea problemas y trata de resolverlos siguiendo su propia metodología […] un sujeto que trata de adquirir conocimiento, y no simplemente un sujeto dispuesto o mal dispuesto a adquirir una técnica particular [Ferreiro y Teberosky, 2017, p. 9].

Para estas autoras, los modelos conductistas o “asociacionistas” que intentan explicar la adquisición del lenguaje (y del lenguaje escrito) fallan por principio al suponer que se trata de una “habilidad” que se aprende por imitación y censura de sus mayores, reduciendo el amplio espectro de sonidos posibles articulables por el aparato fonador humano a aquellos que tienen en una lengua determinada un significado y una función lingüística. Nada más lejos de la realidad, dicen nuestras pedagogas, para quienes

en lugar de un niño que espera pasivamente el reforzamiento externo de una respuesta producida poco menos que al azar, aparece un niño que trata activamente de comprender la naturaleza del lenguaje que se habla a su alrededor, y que, tratando de comprenderlo, formula hipótesis, busca regularidades, pone a prueba sus anticipaciones, y se forja su propia gramática (que no es simple copia deformada del modelo adulto, sino creación original) [Ferreiro y Teberosky, 2017, p. 22].

La prueba de ello es la siguiente: hay una equivocación recurrente en la adquisición del lenguaje por parte de los niños de habla española, dicen “yo lo poní”, en lugar de “yo lo puse”, siguiendo intuitivamente la regla que ellos ya han descubierto, pero que los verbos irregulares (como “poner”) no obedecen; eso no lo ven en los adultos, no lo imitan, sino que lo deducen. Por ello, criticando a los pedagogos conductistas que ignoran las observaciones de estos “errores”, afirman las autoras: “cuando alguien se equivoca siempre de la misma manera, es decir, cuando estamos frente a un error sistemático, llamar a eso simplemente ‘error’ no es sino cubrir con una palabra el hueco de nuestra ignorancia” (Ferreiro y Teberosky, 2017, p. 23).

Para nosotros, la imaginación y la curiosidad son dos condiciones fundamentales para la alfabetización, pero además son causa teleológica de la misma, fines deseables, prácticas que abonan a la constitución de un ser humano ideal: observador sensible, libre, equilibrado y capaz de dar sentido histórico a sus actos, a fuerza de imaginar el mundo con la vara del bien común. Se trata de condiciones básicas que no son sujetas a medición ni predictibilidad, pero cuya consideración es absolutamente necesaria en una definición amplia y, paradójicamente, precisa del analfabetismo.

Como se adelantó, si hemos hablado de analfabetismo funcional ha sido porque se trata del concepto operativo con que se ha intentado lidiar con la plaga de “neoanalfabetismo”, como lo llamó Salinas, aunque en realidad para nosotros la alfabetización es completa o no lo es, y ella debería realizarse desde la infancia, en los propios sistemas escolarizados. Fueron los enfoques remediales y economicistas los que trajeron ese esquivo e inútil concepto de analfabetismo funcional, condenando al hermoso hecho alfabetizador a servir a la función de moda, subordinándolo, prostituyéndolo.

Preferimos hablar de alfabetización completa y escolar pero no por ello circunscrita a la institucionalidad educativa; por el contrario, reconocemos que un problema mayor a la alfabetización escolar es la enorme distancia (y aun fractura) entre los entornos didácticos escolarizados y los entornos familiares o sociales, en los que la lectura no es un valor, en los que un mínimo porcentaje de la población cuenta con una biblioteca o lee más de un libro al año. Y es que si asumimos que la alfabetización (y la educación en su conjunto) debe propiciar el nacimiento de aprendizajes para toda la vida, no podríamos aceptar que deba tratarse de una actividad circunscrita a los ámbitos escolarizados; por el contrario, como afirman Martínez, Trucco y Palma: “con la perspectiva del aprendizaje a lo largo de la vida, se cambia el foco de atención de la alfabetización de la lengua escrita en sí, a las prácticas y situaciones donde la escritura es central. La importancia del contexto en que se produce la alfabetización y sus consecuencias, se redimensionan” (2014, p. 6).

Por ello también proponemos el concepto de “entorno alfabetizador” como un elemento esencial del debate sobre cómo vincular la adquisición de competencias de lectura y escritura con su uso; un entorno alfabetizador que incorpore la dimensión familiar y el espacio público, las muchas formas de la sociabilidad, incluyendo las virtuales. De esta manera, el objetivo ya no es solo enseñar a leer y escribir a las personas, sino el de asegurar condiciones para que las personas efectivamente lean y escriban; se trata de desarrollar la cultura escrita promoviendo sociedades alfabetizadas, que otorguen valor social a estas habilidades y se comprometan con el aprendizaje permanente.

En suma, desde una perspectiva compleja del profundo y significativo acto humano de leer, de la importancia de la alfabetización, proponemos su consideración en términos positivos más que remediales, colectivos más que individuales, autogestivos más que dirigidos (con ayuda de la imaginación, la curiosidad y la memoria), y que constituyan aprendizajes para toda la vida, y no para un fin socioeconómico determinado. La constitución de una sociedad de lectores es así mucho más que un objetivo de administración pública, más que un bien común que debe cuidarse y cultivarse: es condición básica de humanidad y una garantía de futuro.

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Notas

[1] Y agregan: “La propuesta del pensamiento complejo desarrollada por Morin consiste en un replanteo epistemológico que lleva a una nueva organización del conocimiento, tanto a nivel personal como social e institucional. Se trata de una estrategia meta-cognitiva que tiene por finalidad reformar los principios matriciales del pensamiento simplificador (disyunción y reducción) que llevaron a la instauración de las dicotomías fundantes de la matriz de pensamiento occidental: sujeto/objeto; mente/cuerpo; cultura/naturaleza; filosofía/ciencia; valor/hecho; afectividad/razón. Así, el pensamiento complejo reclama la constitución de un saber pertinente, ecologizado, histórico, contextual” (Rodríguez y Leónidas, 2011, s.p.).

Notas de autor

* Es Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México y Doctor en Filología Española por la Universidad de Zaragoza. Sus intereses académicos refieren a la literatura popular, la retórica y la educación, sobre lo que ha publicado varios libros, artículos y ediciones críticas. Ha sido profesor visitante en el Departamento de Estudios Hispánicos de Brown University e investigador visitante en El Colegio de Sonora. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel II.
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